Ñ u s l é t e r

 

 

-mensaje periódico de divulgación literaria-

 

# 186

 

 


 

"te lo dije para tus pensamientos para tus palabras
toda caricia toda confianza se sobreviven."

Paul Eluard

 

"Experiencia es simplemente el nombre que damos a nuestros errores".

Oscar Wilde

 

"La fe es una intuición apasionada"

William Wordsworth

 

"En la fe hay suficiente luz para aquellos que quieren creer y suficientes sombras para cegar a quienes no".

Pascal

 

"La vida es el arte de dibujar sin goma".

John Gardner

 


 

ÍNDICE

 

PROSA | Un hombre bueno es difícil de encontrar | Flannery O'Connor |  

DEFINICIÓN | Época | Boleta |
CUALQUIERA | Política petrolera nacional |  
ENCUESTA | Buenos y malos |
GRAFFITTI  

ENLACES | Colores | Músicas | Foto-letras |
RESPUESTAS | Sala de espera |
TALLER LITERARIO | Festejos |

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PROSA

 

Un hombre bueno es difícil de encontrar

    La abuela no quería ir a Florida. Quería visitar a algunos de sus conocidos en el este de Tennessee y no perdía oportunidad para intentar que Bailey cambiase de opinión. Bailey era el hijo con quien vivía, el único varón que tuvo.    Estaba sentado en el borde de la silla, a la mesa, reclinado sobre la sección deportiva del Journal.
    –Mira esto, Bailey –dijo ella–, mira esto, léelo.
    Y se puso en pie, con una mano en la delgada cadera mientras con la otra golpeaba la cabeza calva de su hijo con el periódico.
    –Aquí, ese tipo que s'hace llamar el Desequilibrado s'ha escapao de la Penitenciaría Federal y se encamina a Florida, lee aquí lo que hizo a esa gente. Léelo. Yo no llevaría a mis hijos a ninguna parte con un criminal d'esa calaña suelto por ahí. No podría acallar mi conciencia si lo hiciera.
    Bailey no levantó la cabeza, así que la abuela dio media vuelta y se dirigió a la madre de los niños, una mujer joven en pantalones, cuya cara era tan ancha e inocente como un repollo, con un pañuelo verde atado con dos puntas en lo alto de la cabeza, como orejas de conejo. Estaba sentada en el sofá, alimentando al bebé con albaricoques que sacaba de un tarro.
    –Los niños y'han estao en Florida –dijo la anciana señora–. Deberíais llevarlos a otro sitio pa variar, así verían otras partes del mundo y aprenderían otras cosas. Nunca han ido al este de Tennessee.
    La madre de los niños no pareció oírla, pero el de ocho años, John Wesley, un niño robusto con gafas, dijo:
    –Si no quieres ir a Florida, ¿por qué no te quedas en casa?
    Él y su hermanita, June Star, estaban leyendo las páginas de entretenimiento en el suelo.
    –No se quedaría en casa aunque la nombraran reina por un día –dijo June Star sin levantar su cabeza amarilla.
    –¿Y qué haríais si este sujeto, el Desequilibrado, os cogiera? –preguntó la abuela.
    –Le daría un puñetazo en la cara –respondió John Wesley.
    –No se quedaría en casa ni por un millón de dólares –afirmó June Star–. Teme perderse algo. Tiene que ir a donde vayamos.
    –Muy bien, señorita –dijo la abuela–. Acuérdate d'eso la próxima vez que me pidas que te rice el pelo.
    June Star dijo que sus rizos eran naturales.
    A la mañana siguiente la abuela fue la primera en subir al coche, lista para partir. A un costado dispuso su gran bolsa de viaje negra que parecía la cabeza de un hipopótamo y debajo de ella escondía una cesta con Pitty Sing, el gato, en el interior. No tenía la menor intención de dejar solo al gato durante tres días, porque este la echaría mucho de menos y ella temía que se frotara con la llave del gas y se asfixiara por accidente. A su hijo, Bailey, no le gustaba llevar un gato a un motel.
    Se sentó en el centro del asiento trasero, con John Wesley y June Star a cada lado. Bailey, la madre de los niños, y el bebé se sentaron delante. Y así salieron de Atlanta, a las ocho y cuarenta y cinco, con el cuentakilómetros del coche en 89.927. La abuela lo anotó, porque pensó que sería interesante decir cuántos kilómetros habían hecho cuando regresaran. Tardaron veinte minutos en llegar a las afueras de la ciudad.
    La anciana se sentó cómodamente, se quitó los guantes de algodón y los dejó con su bolso en la repisa de la ventanilla de atrás. La madre de los niños aún llevaba los pantalones y la cabeza atada con el pañuelo verde; la abuela, en cambio, llevaba un sombrero de paja azul marino con un ramillete de violetas blancas en el ala y un vestido azul marino con pequeños lunares blancos. El cuello y los puños eran de organdí blanco adornado con encaje, y en el cuello se había prendido un ramillete de violetas de tela de color púrpura perfumado. En caso de accidente, cualquiera que la viera muerta en la carretera sabría al instante que era una dama.
    Dijo que pensaba que sería un buen día para conducir, pues no hacía demasiado calor ni demasiado frío, y advirtió a Bailey que el límite de velocidad era de ochenta kilómetros por hora, que los coches patrulla se escondían detrás de carteles publicitarios y de pequeños grupos de árboles y que podían salir disparados en su persecución sin darle tiempo a aminorar la marcha. Señaló los detalles interesantes del paisaje: la montaña Stone, el granito azul que en algunos lugares asomaba a ambos lados de la carretera, las lomas de brillante arcilla roja ligeramente rayadas de púrpura, y las mieses que trazaban líneas de encaje verde sobre el terreno. Los árboles estaban llenos de la luz blanca y plateada del sol y hasta los más míseros destellaban. Los chicos leían tebeos y su madre se había dormido.
    –Pasemos Georgia a toda velocidad, así no tendremos que verla mucho –dijo John Wesley.
    –Si yo fuera un niño –dijo la abuela–, no hablaría d'esa manera de mi estado natal. Tennessee tiene montañas y Georgia, colinas.
    –Tennessee n'es más que un muladar lleno de paletos y Georgia es también un estado asqueroso.
    –Tú l'has dicho –dijo June Star.
    –En mis tiempos –dijo la abuela entrecruzando los dedos, delgados y venosos–, los niños tenían más respeto por su estado natal y por sus padres y por to lo demás. La gente era buena entonces. ¡Oh, mirar qué negrito más mono! –Y señaló a un niño negro plantado ante la puerta de una choza–. Qué estampa más bonita, ¿verdá?
    Todos se volvieron para mirar al negrito por la luna trasera.
    El saludó con la mano.
    –Ese chico no llevaba pantalones –observó June Star.
    –Probablemente no tiene –explicó la abuela–. Los negritos del campo no tienen las cosas que nosotros tenemos. Si supiera pintar, pintaría ese cuadro.
    Los niños intercambiaron sus revistas.
    La abuela se ofreció a coger al bebé y la madre de los chicos se lo pasó por encima del asiento delantero. La abuela lo sentó sobre sus rodillas y le hizo el caballito y le explicó lo que se veía por la ventanilla. Puso los ojos en blanco, frunció los labios y apretó su cara delgada y curtida contra la piel blanda y suave. De vez en cuando, el bebé le dedicaba una sonrisa distraída. Pasaron junto a un vasto campo de algodón con cinco o seis tumbas en medio, rodeadas de un cerco, como una isla pequeñita.
    –¡Mirar el camposanto! –dijo la abuela señalándolo–. Era el antiguo camposanto de la familia. Pertenecía a la plantación.
    –¿Dónde está la plantación? –preguntó John Wesley.
    –El viento se la llevó –dijo la abuela–. Ja, ja.
    Cuando los chicos terminaron de leer todos las revistas que habían llevado, abrieron la caja del almuerzo y se lo comieron. La abuela comió un bocadillo de mantequilla de cacahuete y una aceituna, y no permitió que los chicos arrojasen la caja y las servilletas de papel por la ventanilla. Cuando no tuvieron otra cosa que hacer, se pusieron a jugar; elegían una nube y los otros tenían que adivinar qué forma sugería. John Wesley eligió una con forma de vaca y June Star adivinó la vaca y John Wesley dijo: “No, un coche”, y June Star dijo que hacía trampas y comenzaron a pegarse por encima de la abuela.
    La abuela dijo que les contaría un cuento si se estaban calladitos. Cuando contaba un cuento, ponía los ojos en blanco, movía la cabeza y era muy histriónica. Contó que una vez, cuando era jovencita, la había cortejado un tal señor Edgar Atkins Teagarden, de Jasper, Georgia. Dijo que era un hombre muy apuesto y un caballero, y que todos los sábados por la tarde le llevaba una sandía con sus iniciales grabadas, E. A. T. Pues bien, un sábado por la tarde, el señor Teagarden llevó la sandía y no había nadie en la casa; la dejó en el porche de entrada y volvió a Jasper en su calesa, pero ella nunca vio la sandía, explicó, porque un chico negro se la comió cuando vio las iniciales, E. A. T.: come. A John Wesley le hizo mucha gracia la historia y reía y reía, pero June Star opinó que no tenía nada de gracioso. Dijo que nunca se casaría con un hombre que sólo le trajera una sandía los sábados. La abuela dijo que habría hecho muy bien en casarse con el señor Teagarden, porque era un caballero y había comprado acciones de Coca-Cola cuando salieron al mercado y había muerto, hacía unos pocos años, muy rico.
    Se detuvieron en The Tower para tomar unos bocadillos calientes. The Tower era una gasolinera y sala de baile, en parte de estuco y en parte de madera, en un claro en las afueras de Timothy. Lo regentaba un hombre gordo llamado Red Sammy Butts, y había letreros aquí y allá sobre el edificio y a lo largo de varios kilómetros de la carretera que rezaban: PRUEBA LA FAMOSA BARBACOA DE RED SAMMY. ¡NADA IGUALA AL FAMOSO RED SAMMY! EL GORDO DE LA SONRISA FELIZ. ¡UN VETERANO! ¡RED SAMMY ES EL HOMBRE QUE NECESITAS!
    Red Sammy estaba tendido en el suelo fuera de The Tower con la cabeza bajo una camioneta, mientras un mono gris de unos treinta centímetros de altura, encadenado a un árbol del paraíso pequeño, chillaba cerca. El mono saltó hacia el arbolito y se encaramó a la rama más alta apenas vio a los chicos apearse del coche y correr hacia él.
    El interior de The Tower era una larga habitación oscura con una barra en un extremo y mesas en el otro y una pista de baile en medio. Todos se sentaron a una mesa cerca de la máquina de discos y la esposa de Red Sam, una mujer alta y bronceada con ojos y cabellos más claros que la piel, llegó y tomó nota de lo que querían. La madre de los chicos insertó una moneda en la máquina y se pudo escuchar el “Vals de Tennessee”, y la abuela dijo que esa melodía siempre le daba ganas de bailar. Preguntó a Bailey si quería bailar, pero él tan sólo la miró. No era de natural alegre como ella y los viajes lo ponían nervioso. Los ojos marrones de la abuela resplandecían. Movió la cabeza de un lado a otro e hizo como si bailara en la silla. June Star dijo que pusieran algo para que ella pudiera bailar claque. Entonces la madre de los niños metió otra moneda y eligió una pieza más movida; June Star saltó a la pista de baile y bailó el claque de costumbre.
    –¡Qué graciosa! –exclamó la mujer de Red Sam, inclinada sobre la barra–. ¿Te gustaría quedarte aquí y ser mi pequeñita?
    –Claro que no –contestó June Star–. No viviría en un lugar medio en ruinas como este ni por un millón de dólares.
    Y salió corriendo hacia la mesa.
    –¡Qué graciosa! –repitió la mujer, estirando la boca con amabilidad.
    –¿No te da vergüenza? –susurró la abuela.
    Red Sam entró y le dijo a su mujer que dejara de holgazanear en la barra y que se apresurara a servir a esa gente. Los pantalones caquis le llegaban hasta las caderas y la barriga le caía sobre ellos como un saco de comida bamboleante bajo la camisa. Se acercó y se sentó a una mesa cercana; emitió una mezcla de suspiro y gritito en falsete.
    –No hay manera. No hay manera –dijo, y se secó la cara sudorosa y roja con un pañuelo gris–. En estos tiempos que corren, no se sabe en quién confiar. ¿No es verdá?
    –Desde luego, la gente ya no es como antes –sentenció la abuela.
    –La semana pasada vinieron aquí dos tipos –explicó Red Sammy– que conducían un Chrysler. Un coche muy baqueteado pero bueno, y los muchachos me parecieron decentes. Dijeron que trabajaban en el molino y ¿sabéis que les permití poner en la cuenta la gasolina que compraron? ¿Por qué hice yo semejante cosa?
    –¡Porque usté es un hombre bueno! –contestó de inmediato la abuela.
    –Bueno, supongo que es así –dijo Red Sammy como si su respuesta lo hubiera dejado atónito.
    La mujer sirvió lo que habían pedido. Llevaba los cinco platos al mismo tiempo sin usar bandeja, dos en cada mano y uno en equilibrio sobre el brazo.
    –No hay una sola alma en este mundo de Dios en la que se pueda confiar –dijo–. Y yo no excluyo a nadie de la lista, a nadie –afirmó mirando a Red Sammy.
    –¿Han leído algo sobre ese criminal, el Desequilibrado, que se escapó? –preguntó la abuela.
    –No me sorprendería na que llegase a atacar este lugar –dijo la mujer–. Si oye lo qu'hay aquí, no me sorprendería verlo. Si se entera de que hay dos centavos en la caja, no me sorprendería que...
    –Basta –dijo Red Sam–. Trae las Coca-Colas a esta gente.
    Y la mujer se retiró a buscar el resto del pedido.
    –Un hombre bueno es difícil d'encontrar –dijo Red Sammy–. Las cosas s'están poniendo cada vez más feas. Yo m'acuerdo de qu'antes podías salir sin echar el cerrojo a la puerta. Eso s'acabó.
    Él y la abuela hablaron de tiempos mejores. La anciana dijo que en su opinión Europa tenía la culpa de la situación actual. Dijo que por la manera en que actuaba Europa se podía llegar a pensar que estábamos hechos de dinero, y Red Sammy dijo que no valía la pena hablar de eso y que tenía toda la razón. Los chicos salieron corriendo a la luz blanca del sol y observaron al mono encadenado al árbol. Estaba entretenido quitándose pulgas y las mordía una a una como si se tratase de un bocado exquisito.
    De nuevo partieron en la tarde calurosa. La abuela dormitaba y se despertaba a cada rato con sus propios ronquidos. En las afueras de Toombsboro se despertó y se acordó de una vieja plantación que había visitado en los alrededores una vez, cuando era joven. Dijo que la mansión tenía seis columnas blancas en el frente y que había una avenida de robles que conducía hasta la casa y dos pequeñas glorietas con enrejado de madera donde te sentabas con tu pretendiente después de pasear por el jardín. Recordaba con exactitud por qué carretera había que doblar para llegar allí. Sabía que Bailey no estaría dispuesto a perder el tiempo viendo una casa vieja, pero cuanto más hablaba de ella más ganas tenía de volver a verla y comprobar si las dos pequeñas glorietas seguían en pie.
    –Había un panel secreto en la casa –afirmó astutamente, sin decir la verdad pero deseando que lo fuera–, y se contaba que toda la plata de la familia estaba escondida allí cuando llegó Sherman, pero nunca la encontraron...
    –¡Eeeh! –dijo John Wesley–. ¡Vamos a verlo! ¡L'encontraremos nosotros! ¡Lo registraremos to y l'encontraremos! ¿Quién vive allí? ¿Dónde hay que girar? Eh, papá, ¿no podemos girar allí?
    –¡Nunca hemos visto una casa con un panel secreto! –chilló June Star–. ¡Vayamos a la casa con el panel secreto! Eh, papá, ¿no podemos ir a ver la casa con el panel secreto?
    –No está lejos d'aquí, lo sé –aseguró la abuela–. No tardaríamos más de veinte minutos.
Bailey miraba al frente. Tenía la mandíbula tan rígida como la herradura de un caballo.
    –No –dijo.
    Los chicos comenzaron a alborotar y a gritar que querían ver la casa con el panel secreto. John Wesley la emprendió a patadas contra el respaldo del asiento delantero, y June Star se colgó del hombro de su madre y le gimoteó desesperada al oído que nunca se divertían, ni siquiera en vacaciones, que nunca les dejaban hacer lo que querían. El bebé empezó a llorar y John Wesley pateó el respaldo del asiento, con tal fuerza que su padre notó los golpes en los riñones.
    –¡Muy bien! –gritó, y aminoró la marcha hasta parar a un costado de la carretera–. ¿Queréis cerrar la boca? ¿Queréis cerrar la boca un minuto? Si no's calláis, no iremos a ningún lado.
    –Sería muy educativo pa ellos –murmuró la abuela.
    –Muy bien –dijo Bailey–, pero meteros esto en la cabeza: es la única vez que vamos a parar por algo así. La primera y la última.
    –El camino de tierra donde debes doblar queda dos kilómetros atrás –observó la abuela–. Lo vi cuando lo pasamos.
    –Un camino de tierra –gruñó Bailey.
    Después de dar la vuelta en dirección al camino de tierra, la abuela recordó otros detalles de la casa, el hermoso vidrio sobre la puerta de entrada y la lámpara de velas en el recibidor. John Wesley dijo que el panel secreto probablemente estaría en la chimenea.
    –No podéis entrar en esa casa –dijo Bailey–. No sabéis quién vive allí.
    –Mientras vosotros habláis con la gente delante de la casa, yo correré hacia la parte d'atrás y entraré por una ventana –propuso John Wesley.
    –Nos quedaremos todos en el coche –dijo la madre.
    Doblaron por el camino de tierra y el coche avanzó a trompicones en un remolino de polvo colorado. La abuela recordó los tiempos en que no había carreteras pavimentadas y hacer cincuenta kilómetros representaba un día de viaje. El camino de tierra era abrupto y súbitamente se encontraban con charcos y curvas cerradas en terraplenes peligrosos. Tan pronto se hallaban en lo alto de una colina, desde donde se dominaban las copas azules de los árboles que se extendían a lo largo de kilómetros, como en una depresión rojiza dominada por los árboles cubiertos de una capa de polvillo.
    –Mejor será que aparezca ese lugar antes de un minuto –dijo Bailey–, o daré la vuelta.
    Daba la impresión de que nadie había pasado por aquel camino desde hacía meses.
    –No falta mucho –comentó la abuela, y apenas lo hubo dicho cuando tuvo un pensamiento horrible. Le produjo tal vergüenza que la cara se le puso colorada y se le dilataron las pupilas y sus pies dieron un salto, de modo que movieron la bolsa de viaje en el rincón. En el momento en que se movió la bolsa, el periódico que había colocado sobre la cesta se levantó con un maullido y Pitty Sing, el gato, saltó sobre el hombro de Bailey.
    Los chicos cayeron al suelo y su madre, con el bebé en brazos, salió disparada por la portezuela y se desplomó en la tierra; la vieja dama se vio arrojada hacia el asiento delantero. El automóvil dio una vuelta y aterrizó sobre el costado derecho, en una zanja al lado del camino. Bailey se quedó en el asiento del conductor con el gato –de rayas grises, cara blanca y hocico naranja– todavía agarrado al cuello como una oruga.
 

[...]

 

Para seguir por acá

 

Flannery O'Connor nació en Georgia, Estados Unidos, en 1925, y allí murió en 1964. Estudió Literatura en la universidad y participó del Iowa Writers' Workshop. Publicó las novelas Sangre sabia (1952; llevada al cine en el '79 por John Houston) y The violent bear it away (1960), y dos libros de cuentos: Un hombre bueno no es fácil de encontrar (1955) y Todo lo que asciende tiene que converger (1965). Dejó una novela inconclusa, y póstumamente aparecieron prosas breves, cartas y reseñas.

 

 


 

DEFINICIÓN

 

ÉPOCA: (la nuestra). Protestar en su contra. Lamentarse de que no sea poética. Llamarla época de transición, de decadencia.

 

En el Diccionario de los lugares comunes, de Gustave Flaubert.

 

BOLETA:
    hacer (a alguien) boleta. Asesinar a alguien, matarlo.
    Clarín, 15.10.1998: [...] de un manotazo, intentó sacarle la escopeta. "Tranquilo, viejo, o te hacemos boleta", le dijo otro de los asaltantes.

   

    hacer la boleta. Multar el agente de tránsito a un infractor.
 
  Clarín, 28.06.1998: No le pasará nada, a menos que tenga que hacer la transferencia del vehículo en el mismo distrito donde le hicieron la boleta.
    hacer boleta. Matar.

    B. Verbitsky, Tierra, 1961, 49: [...] una maravillosa historia de una pareja de gangsters que van a hacerle la boleta a un tipo que vive en un hotel, aguardando que lo liquiden.


    pasar la boleta. Cobrarse un favor.
    Río Negro, 02.05.2002: [...] le pasa la boleta a Duhalde. Respalda al presidente, pero hoy le reclamará que Nación le pague lo que le debe.
   

    ser (alguien) boleta. Expresión utilizada para indicar que una persona ha sido o va a ser asesinada.
   
J. Asís, Buenos Aires, 1981, 109: Una sola palabrita y sos boleta.
 


En el Diccionario del habla de los argentinos.

 


 

CUALQUIERA

 

Política petrolera nacional

 

    El punto de partida de nuestra política petrolera lo constituye el previsor decreto suscripto por el presidente Figueroa Alcorta y el ministro de Agricultura, Pedro Ezcurra, al día siguiente del descubrimiento de petróleo en Comodoro Rivadavia. En virtud del mismo prohibíase la denuncia de pertenencias mineras y la concesión de permisos de cateo, en un radio de cinco leguas kilométricas a partir del centro de la población Comodoro Rivadavia.
    De esta manera el Estado afirmó en 1907 su decisión de explotar por cuenta propia esa nueva riqueza descubierta.
    Todo el petróleo producido desde entonces ha quedado íntegramente en el país, lo que no hubiera sucedido de haber caído en manos de consorcios internacionales.
    La explotación estatal inicióse con un modesto capital constituido por un anticipo del gobierno de 500.000 pesos en 1910, el que por sucesivos aportes oficiales alcanzó a un total de 8.655.240 pesos.
    Desde 1909 a 1914 la explotación no dio utilidad alguna; pero a partir de 1915, en que se logró el primer superávit de 220.000 pesos, comenzaron a multiplicarse los beneficios.
    En los primeros años el petróleo producido era almacenado en depósitos naturales de tierra y tanques australianos. Parte del mismo se utilizaba en las calderas instaladas en el mismo yacimiento, y el resto vendido a pequeñas compañías y al ferrocarril del Estado (para las locomotoras que hacían el recorrido entre Comodoro Rivadavia y Colonia Sarmiento).
    Hasta 1922 la explotación estatal del petróleo no tuvo una organización comercialmente adecuada. En esta fecha se hizo cargo de YPF -denominación ésta recién adoptada por decreto nacional de junio de ese mismo año- el general Enrique Mosconi, verdadero impulsor y organizador de dicha empresa, y a quien dotara de los elementos naturales de lucha para competir comercialmente con éxito con las compañías privadas. Durante su gestión -que se prolongó hasta 1930- se produjo un hecho de singular trascendencia: la inauguración de la primera gran destilería de YPF en La Plata.
    Desde 1945, por razones no imputables a la empresa petrolera estatal, la explotación petrolífera declina en su evolución y desarrollo. YPF además, pierde su autonomía por decreto de 1950; y toda una serie de medidas oficiales, directas o indirectas, tienden prácticamente a coartar su acción o a hacer creer en la ineficacia de la misma.
    En agosto de 1956 YPF recupera su autarquía, mediante la aprobación por el P. E. de un nuevo estatuto orgánico.
    Actualmente la política petrolera oficial tiende a dar a YPF todos los medios necesarios para abastecer con producción propia las necesidades del país. Los planes actuales de YPF (ver capítulo siguiente) persiguen como objetivo inmediato el aumento de la producción actual de 4 millones a 13,8 millones de metros cúbicos en 1960, y a completar sus destilerías y medios de transporte mediante la construcción de oleoductos y gasoductos, todo ello en un plazo máximo de tres años.
    De esta manera la Nación obtendrá una economía en divisas que se calcula aproximadamente en 175 millones de dólares anuales, parte de los cuales se destinarán a amortizar las inversiones que se realicen para cumplir con los trabajos mencionados.
    Dichos trabajos son los siguientes: oleoductos Campo Durán-San Lorenzo y Mendoza-Buenos Aires-La Plata; gasoducto Campo Durán-Buenos Aires; planta de elaboración de Campo Duran; ampliación de destilería Lujan de Cuyo y destilería zona Gran Buenos Aires; planta de lubricantes; construcción de plantas de almacenaje; contratos de perforación de pozos y adquisición de equipos y otros elementos de explotación.
 

 

Sacado de Industria del petróleo: nociones elementales, folleto editado por Yacimientos Petrolíferos Fiscales en 1960.

 

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ENCUESTA

 

~ ¿Hizo alguna buena acción últimamente? ¿Qué?

 

 

~ ¿Cómo reconoce a una mala persona?

 

Respuestas y otras preguntas en: http://niusleter.blogspot.com. Deje las suyas.

 


 

GRAFFITTI

 

Abajo de un cartel con este mensaje:

"Amigo: / Yo respeto / tu idea política / tu grupo musical / tu equipo de fútbol / tu romance / por favor / respeta mis paredes // Gracias / Central Park". 

Alguien pintó con aerosol:

"Bueno".

En Vieytes e Iriarte (Barracas), enviado por Pato Suárez.

 


 

ENLACES

 

~ Colour lovers

Banderas del mundo por paleta de colores. 

http://www.colourlovers.com/blog/2007/05/28/flags-of-the-world-by-color-usage/

 

~ Stay Free

Discos completos gratis en archivos comprimidos. 

http://stayfree.blogspot.com/

 

~ neutral

Página montevideana con fotos, collages (doble chance) y poemas. 

http://www.noneutral.com/ 

 


 

RESPUESTAS

 

~ ¿Se cuenta una situación en una sala de espera?

 

Suspiro. Los demás observan con disimulo... es el color de las paredes (¿qué color es este?)... y las revistas incompletas (¡faltan las fotos de los tesoros submarinos!)... y la alfombra obscena (¿si se cae mi bufanda?... y esas plantas polvosas (¿de plástico? -aunque lo fueran necesitan regarse con urgencia-). Y la recepcionista (¿abandonada?)... y... y... y... -véloz cercanía de la alfombra odiada-(más asquerosa de taaaaaaan cerca... ¡y llena de pelos que entran a mi boca abierta y rígida!)... ¡crack!
Araceli Zúñiga

 

Más respuestas y otras preguntas en www.niusleter.blogspot.com 

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TALLER LITERARIO

 

Cierre de temporada a todo motor.

 

 

Encuentros de leer y escribir.

Dentro de poco, en la pileta de su casa.

 

Coordinan:
Fernando Aíta
Alejandro Güerri

 

Más información acá

O pregunte en: niusleter@niusleter.com.ar  

(Asunto: Taller literario).

 


 

AGRADECIMIENTOS

 

Feliz cumpleaños, Fernando.

Malena Bystrowicz

Sole y Alfredo

Mancu, Campa, Chevy

Los MalLlevados

mei

Criterio Fiszman

Mauroliver

Pilar Lagos, felicidades

Herni La Greca, feliz cumple

Gabi Brener
Ensayos en Vivo

Dr. Carrara y Eneas

Sepi, Majo y Clara

Fede Merea

Laurent Jacobi

Fede Güerri

Paul Miquel

Ruben Mira

José Esses
Nati Kiako
María Vicens
Mariano Valcarce
Daniel Liñares
Lule Le Lele
BienSimple

Yanina y Gisela Gelpi

Tommy y Den Impoco

 


 

SUSCRIPCIONES

 

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