Ñ u

        sl

             et

                   er

 

                                    ~

24hs


 

ANTOLOGÍA DE INÉDITOS
 

 

Anillos | Mariano Carrara

 

Planes | Mei

 

Open Door | Alejandro Güerri

 

El conocimiento de Nicanor Cuevas | Daniel Liñares

 

Pen-Friends | Fernando Aíta

 

Nombrar las partes | Martín Schiffino

 

 


 

 

Anillos

 

    Esta mañana volví a ver ese anillo y toda la historia cerró como si estuviera grabada en su perímetro plateado y confirmara que todas las historias son circulares, y que todo momento es materia de historia.

    Hacía tiempo que no lo veía, quizás el necesario para intuir que un anillo no es un talismán ni un simple adorno, sino el cónclave de una armonía que nos abarca más allá de las nociones mezquinas con que definimos el carácter feliz o triste de los sucesos.

    Esta mañana volví a verlo y lo vi por primera vez.

    La historia no es muy divertida.

    Le compré ese anillo a José, por pura casualidad, a mediados del último verano. Un verano que no logro ubicar en términos cronológicos muy fiables, aunque indefectiblemente se trataba de la costa uruguaya. Lo compré, creo, por varias razones: la ingenua sospecha de que un amuleto con cierta mística menguaría, al menos en parte, la distancia que se abría entre mi mujer y yo; la literaria afición a los anillos como el más digno de los adornos corporales; la envolvente tonada de José y su solapado interés en concretar una venta (su presencia, como descubriría un tiempo más tarde, difícilmente haya tenido el simple papel de vendedor ocasional de artesanías).

    El acento azucarado delataba su condición caribeña.

    – Colombiano –dijo–, de un pueblo que está ahí cerquita de Cartagena. Del Caribe, que extraño usted no sabe cuánto. Yo, no es por menospreciar porque no se trata de eso, no entiendo que los argentinos se fascinen como lo hacen con este mar. Uruguay es bien bonito, pero de mar, como mar digo...

    Tenía los ojos chiquitos y rojos, como si se hubiera fumado un eucaliptus entero. Cuando abrió la caja de madera de donde colgaban todas sus artesanías mis ojos se clavaron en el anillo en cuestión. Se trataba de un cilindro de plata perfecto, ahuecado en tajos simétricos, reminiscencia de un modernismo de los cincuentas o de una pieza de precisa ingeniería mecánica devenida en anillo por un colombiano ocurrente. Hubiese pagado el doble por él.

    En tanto lo colocaba en una bolsita de papel, sentados en la arena a metros del mar, José monologaba acerca de sus próximos viajes y yo fantaseaba que todo volvería a ser como siempre con Laura. José partiría a Sudáfrica y de ahí en moto por la costa oriental hasta que se acabaran las rutas. Yo ensayaba mi mejor cara para pedir disculpas por los gritos fuera de lugar y la frialdad de las últimas noches.

    Me alejé descalzo bajo el sol apacible de la última hora de playa, concentrado en la marca de mis huellas en la arena, orgulloso de un anillo que juzgué perfecto.

    Laura se puso el anillo, me besó y lloró. El verano se iba y parecía llevarse todo. Y lo hizo.

    Comenzaba el otoño cuando decidí viajar.

    

    Al recordar aquel viaje, no consigo rescatar más que algunas imágenes, como si se tratara de fotos o de fragmentos de una película. Siempre los mismos detalles: recuerdo una calle de tierra con casas pobres bordeando una playa de agua tranquila, y un graffiti en la pared blanca de un baldío, "hay que saber venir", en letras azules, y la luz del mediodía sobre esa pared y su reflejo que me obligó a cerrar los ojos; hay otra foto como la anterior en la que me veo de espaldas, sentado en la arena, solo. Y creo revivir exactamente lo que sentí entonces: tenía que ver con alguna aguda reflexión acerca del génesis de la arena, alguna analogía no tan brillante con la teoría del caos y cierta dosis de desesperación: el deseo de que alguna catástrofe planetaria me borrara a mí y al resto, sobre todo al resto.

    Todo había cambiado ¿Qué hacía ahí, en medio del estereotipo de paraíso más cómodo que pude encontrar, mientras mi vida de pareja se despedía de mí? ¿Cómo había sucedido? No lo supe entonces y ahora tampoco. Supongo que existe demasiada literatura y teorías que explican cómo las personas dejan de amarse, la paulatina acritud que se filtra en cada concesión, las peleas, la marea del desinterés y el aburrimiento. Bueno, no creo que ninguna de esas teorías sirva para algo. Así que tampoco vale la pena que esgrima la mía. Pero todo había cambiado.

    Cuando lo vi abordando con sonrisas a unas turistas canadienses armado de la misma caja de madera, creí que mi cabeza me hacía trampa, lo que no me hubiese sorprendido. Después pensé en dimensiones paralelas que se cruzaban por error, y también me pareció probable. Pero de ninguna manera se me ocurrió la idea de un dèjá vu, de algo que ya había vivido, porque nada de lo que me pasaba me había ocurrido nunca. No tuvo éxito con las canadienses. El encaraba con su cajita a todo cuerpo con bikini, sin reparar en mí. Me acerqué.

    – Hola, te imaginaba en algún lugar de África –le dije. Se quedó mirándome como sin entender. Sus pupilas se dilataron.

    – Hola. Yo le conozco ¿verdad? – hizo una pausa. – ¿De dónde le conozco?

    – De Uruguay, te compré un anillo hace un par de meses...

    – Ahh...sí, ya creo que me acuerdo –mintió. – Si lo conocí en Uruguay debe ser usted argentino, ¿verdad? –asentí sin decir nada.

    – ¿Y qué anda haciendo por Venezuela?– preguntó, intentando hacer memoria.

    De pronto, nos encontramos sentados en la arena, en la misma situación de un tiempo atrás (sólo que muchos kilómetros al norte), hablando de lugares y planes. Y al hablar de planes y lugares no podría asegurar que se tratara de las mismas personas. Intenté resistirme a la tentación de considerar el encuentro como una señal o como la evidencia de cierto orden. Por curiosidad miré la oferta que él paseaba de playa en playa.

    – Para usted hay precio de cliente especial –y se rió con cierta ambigüedad. Yo lo miré despacio y comencé a reírme antes de contestar.

    – ¿Estás loco? La última vez que te compré algo, me separé. Puede que sean muy lindos, pero no traen buena suerte.

    A partir de entonces, José pareció distenderse y se convirtió en un ente que me cruzaba al menos una o dos veces por día para compartir la cerveza que por supuesto siempre pagaba yo. Me divertía. ¿Por qué será que hay gente que me divierte sin siquiera proponérselo?

    Me confesó su preocupación por las mujeres, que de un tiempo a esta parte parecían rehuirlo de una manera inusitada. Y en ese momento me pregunté cómo podían convivir en una mesa dos personas con inquietudes tan disímiles. A mí, en esos días, una mujer se me hacía tan atractiva como un cocktail de pesadillas.

    – Yo creo –dije–, que la ansiedad se percibe. Y de alguna manera eso genera distancia. Como una sutil versión de violencia.

    – Pero si yo sólo pretendo algo rico. Y no va a encontrar gente más gente que yo por acá. Pasar un tiempo divertido...Si por eso pospuse el viaje al África... Mire –dijo, y yo no entendía esa manía de no tutearme– yo aquí no vine a trabajar sino de vacaciones, trabajo un rato nada más, para no gastarme lo ahorrado en Uruguay. Y me deprime esto de las mujeres tan esquivas...

    A los pocos días su suerte había cambiado. Me agradeció el consejo, dijo que le había servido. Yo lo envidié profundamente. En realidad no había mucho que envidiarle (si descartamos la concepción tan simple de libertad y el bronceado permanente), pero hubiese querido entonces, y lo supe, tener esa clase de problemas: tedio, aburrimiento, desazón, cualquier cosa menos el peso en el estómago y la confusión en la piel, transcurrir ese momento como si no lo viviera. Demasiado dolor anestesia, dicen. Y yo andaba por los días como dopado.

    Mi memoria adopta actitudes dictatoriales a la hora de seleccionar recuerdos. Solía enfurecerme la noción de fuga a la que estaba destinado todo aquello que hubiera querido retener. Últimamente, una clase menor de resignación parece inferir en mí que, de alguna manera, todos los recuerdos, todas las caras y las canciones van, de a poco, perdiendo su fisonomía original para moldear sólo un tono, un color, una temperatura particular. Nebulosa. Me pregunto con qué imágenes de Laura se quedará esta tirana; por qué ya sólo puedo contar unas cuantas caras a la mañana, algunas risas durante todas las horas del día, un collage de ojos acuosos y gestos. Indefectiblemente, es la pérdida nuestro mayor patrimonio. Y al escribir esto no puedo dejar de pensar que es cierto que las distancias se imponen, como la que se manifestaba entre aquel que había sido con Laura y éste que vagabundeaba, fuera de su cuerpo, en una playa venezolana; como la que separa lo que heroicamente y sin brillo intento describir y lo que realmente ocurrió; como la que diferencia a los sinónimos: a placer de gozo, a tristeza de pena.

    Quizás esa distancia explique las imprecisiones del relatoy de esta parte en particular en la que me referiré al encuentro con las holandesas– porque la misma distancia que distorsiona, sospecho, es la que posibilitó que el lamentable episodio de la noche en que las conocí haya pasado el delgado intersticio de la vergüenza para instalarse en el casillero de las anécdotas a reformular en favor a la elegancia. En aquellos días hubiera preferido olvidarla, pero ya dije que no domino la selección de mis recuerdos. Intentaré ser más lineal, aunque eso atente contra la naturaleza de esta historia.

    Esa tarde, José me propuso acompañarlo a cenar con unas chicas europeas de lo más chévere, según dijo. Me excusé como pude sin llegar a ser descortés. Le dije que, en una de esas, nos encontrábamos en los bares del centro (por llamar de alguna manera a las tres cuadras de pueblo donde, por la noche, comulgan lugareños y turistas). La tarde cayó en funeral mientras, solo y frente al mar, me emborrachaba con tragos frutales. Me sentí el único testigo de la huída de los colores. ¿Quién moría? La mezcla de alcohol, azúcar y atardecer fermentó la distorsión de esa noche. Me imaginé vomitando en el borde del mar y a los peces disfrutando lo que yo no había logrado digerir, pero el altruismo de la imagen ahuyentó las náuseas. Entonces recordé el argumento con el que Laura solía atacarme: esa habilidad para pensar que cualquier cosa que hiciera estaba justificada, esa noción del mundo dependiendo exclusivamente de mí. Muchas veces Laura tenía razón.

    Mi cabeza rodó por el piso de arena de un par de bares, hasta que encontré a José y a las holandesas. La charla se llevaba en inglés. Los nombres, aun si los recordara, me serían imposibles. Tal vez deba aclarar que nunca me pareció simpática esa clase de turista europeo, quizás por encontrar un tanto artificial el modo que adopta para relacionarse fuera de su ambiente. Digo que difícilmente hubieran salido a tomar unas copas con José si se hubiesen conocido en Amsterdam. Universitariamente snob, pretenciosamente tolerante, intelectualmente amplio y políticamente moderado. Le comenté a José, en español, lo que pensaba de ellas.

    – Usted está un poco arengado por el trago y exagera –hablaba en un tono muy bajo. – Hace años que trato con este tipo de turistas por todo Sudamérica, y es buena gente. Nada los hace peores a otros que he conocido. Además están bien bonitas...

    – ¿Te compraron algo?

    – No.

    Entonces intenté el papel de vendedor. Mi dicción no era la mejor, pero lo bueno del inglés es que fue diseñado para borrachos. Una de ellas, rubia, por supuesto, me dirigió una mirada educadamente hostil. Insistí. En perfecto castellano me dijo que le parecía el personaje secundario de una pésima película americana de bajo presupuesto. Mantuvo la mirada gélida por un segundo. Después atendió la pregunta en holandés que le hizo su compañera, también rubia pero más alta y llamativa, y las dos rieron. No recuerdo qué contesté pero seguro no estuvo a la altura. La odié, aunque en silencio le di la razón. En ese momento vi el anillo y quedé como petrificado, quizás porque también era plateado y cavado, o porque también era el único gobernando la mano blanca y lánguida. No hice ningún comentario, pero percibí el gesto en los ojos de José, no se trataba de complicidad ni intentaba explicar nada. Lo miré fijo por un segundo, se encogió de hombros como toda explicación.

    La conversación giró en torno a José, cuánto hacía que viajaba, cómo se había decidido a tomar ese camino, que para el resto de los presentes, turistas profesionales, parecía casi un monumento a la aventura y la libertad.

    – Las decisiones que uno toma de joven –dijo–, son la herencia que recibe el extraño en el que nos convertimos - una mueca indefinida, casi triste a pesar de los dientes blancos, le dibujó la boca. Ellas sonrieron, yo seguí mudo. Los anillos de la holandesa y de Laura, todo lo que José no me había explicado más que con un gesto vago, la frase que acababa de pronunciar como esculpida para mí, la noche y la borrachera: todo parecía rodearme, había un círculo en ese instante y yo estaba en el medio, ignorante y aterrado. No me hubiese importado morir en ese momento. Me pregunté si mis tres décadas no me cambiaban de categoría. El anillo de la holandesa brilló como haciéndome un guiño. Era el turista de mi propia vida. Tres décadas.

    Ahora, no deja de sorprenderme que recuerde mucho mejor los tiempos de colegio y amigos de hace tanto, que el último año, en el que un conjunto de escenarios y situaciones se disputan la autoría de lo que soy. Cuando tenía veinte, aunque más gracioso y arrogante, guardaba más o menos las mismas opiniones, la misma moral, casi los mismos gustos que ahora. Después la conocí y también fui el mismo, pero ahora mi moto corría con sidecar, por lo tanto no entraba en algunos callejones angostos y las curvas convenía tomarlas más abiertas. La convivencia no fue un problema en sí mismo, más bien fue una nueva declaración de principios. Dios, fue todo tan dulce y ridículo que me muero de pena. Yo fui tan ridículo. Intento vislumbrar qué habría sido de mí si ella no hubiese aparecido, si hubiese llegado a tantear los bordes verticales e insondables de mi propia incertidumbre. Como única respuesta encontré este ejercicio de simpleza: cualquier convicción te convierte en la próxima víctima de tus contradicciones.

    En Venezuela llegué a pensar que la lógica como única manera de encarnar la coherencia era un terreno perdido para siempre, es más, que siempre había sido un espejismo, algo armado para apaciguar. Y en cuanto le doy vueltas a estas ideas me entran esos escalofríos ingobernables, como si todo no se tratara más que de una visita de reconocimiento a las posibilidades de algo que no va a ocurrir. No a la deriva sino la deriva misma. Pero el tiempo te acostumbra incluso a eso. Las arrugas que contornean mi boca tienen suficientes credenciales como para estar ahí. Tres décadas. Soy el mismo de hace 10 años y siempre fui otro.

     Por la mañana, la vergüenza se peleaba con la resaca. ¿Le había espantado las chicas a José? No recordaba bien, pero seguro había vomitado. ¿Lo había hecho en el mar o en la puerta de la posada? Rogué no encontrarme con José, aunque también quise pedir disculpas, dar las explicaciones del caso y de alguna manera lavar mi prontuario. Al fin me convencí de que no tenía nada que decirle a nadie y a la mierda. Caminé descalzo por la arena esquivando huecos de vacío etílico. Hice la plancha en una playa tranquila esperando que una corriente fantástica me trasladara a otro cuerpo. Casi soñé que fuera del agua la vida era como siempre había sido. Imaginé a Laura leyendo en la playa y vigilando de cuando en cuando mi posición en el agua, imaginé que yo quería que así fuera. Pero no, yo ya estaba muy lejos de esas sensaciones. Pero intentaba una intimidad conmigo mismo más osada de lo que jamás me había permitido. Mejor dicho, no había mucho que pudiera hacer.

    Al día siguiente volvería a Buenos Aires, si tenía la suerte necesaria como para sortear una noche casi obligada en Caracas. Oscurecía. En mi habitación, miré mis cosas desparramadas por los rincones y también miré mi bolso: de alguna manera todo debería entrar allí.

    Después comí algo con gusto a mar en una tapera junto a la arena, miré el mar nocturno como despidiéndome (su sonido lo anunciaba a pocos metros y ayudaba a formarme una idea acabada del volumen de cada ola). Un viento suave me lavó la cara. No tomaría alcohol, no esa noche, no después de la noche anterior. Intenté memorizar y caí en la cuenta: probablemente era la primera noche en poco más de dos meses en la que no tomaba algún tipo de alcohol. ¿Tenía que ser justo esa noche, que parecía incompleta sin un vaso de cerveza fría?; yo, hablándole al oído a la soledad, y sin nada para decirle.

    En torno al televisor del local y su película de acción, se amontonaban unos cuantos hombres humildes. Explosiones y tiros y gritos disonantes interrumpían el secreto cifrado en cada golpe del mar sobre la arena y las rocas. Por qué no podía comprenderlo, pensé. Mientras me alejaba, los sonidos de la película acompañaron la distancia. Pasé por los bares con la esperanza de ver a José, no me agradaba la idea de partir sin despedirme. No lo encontré. Volví a mi posada caminando por la playa oscura. Cada paso hundido en la arena seca me acercaba a Buenos Aires. Un espasmo repentino me recorrió el cuerpo, y lo sentí ajeno.

    Todo cupo en el bolso. La mañana bombardeada de sol. Caminé hasta la plaza (la única), desde donde parten las camionetas hacia Caracas. Ya casi había llegado cuando me crucé a las holandesas. La más baja, con la que había discutido, se acercó. La otra permaneció sentada. Intenté unas disculpas, pero no llegué a formularlas porque ella se encogió de hombros y se rió quitándole importancia. Me sentí un poco incómodo, como si hubieran interrumpido alguna discusión interesante conmigo mismo, hasta que ella desvió la conversación con una pregunta tan oportuna como sólo puede serlo una despedida.

    – ¿Sabes que quiere decir ese cartel?– y señaló el graffiti que antes mencioné, "hay que saber venir". Ahora recuerdo que corresponde a ese momento el reflejo de la pared blanca, las letras azules y el mediodía. Aproveché un silencio para hacer algo que no había pensado pero que simplemente hice: junté unos billetes –más o menos la misma cantidad que había pagado por el anillo de Laura– y le rogué que se los diera a José de mi parte, que se los debía, dije. Supe que él entendería lo que yo aún hoy no tengo claro. Comentamos algo más y nos saludamos con movimientos de manos. Le encargué saludos para José. No volví a verlas.

    Revisando esta última foto: ella como una sonrisa, recortando parte del brillo del sol en la pared, los ojos sensibles a la luz, la frescura de una mañana libre de resabios etílicos, la incertidumbre que acompaña la inminencia de un viaje, el celeste de su musculosa lo suficientemente suelta, el peso de mi bolso en el hombro, su mano en despedida, como en cámara lenta, y un reflejo particular, cifrado, como el faro del fin del mundo rodeándole un dedo, los ojos atrás y arriba, achinados, la frase en la pared, cada una de las letras en fuga del cuadro, la sensación de atisbar el sentido de algo aunque se escape o de saldar una deuda haciendo trampa, la amiga sentada en el banco de cemento verde, casi difusa. Cada vez que recuerdo esa foto el anillo es más nítido.

    Hubo una conversación con José, una tarde de cervezas, que por alguna razón recién recuerdo y cierto sentido del deber me dicta ahora como si mereciera mencionarse. Se hacía de noche y el alcohol nos conducía por temáticas tan intangibles como faltas de rigor. Me preguntó:

    – A su criterio ¿es azar o destino lo que nos lleva vaya a saber uno donde?

    – El azar, por supuesto –respondí, quizás porque el alcohol tiene la facultad de ahorrarme dudas.

    – ¿Sabe lo que yo he perdido durante este último tiempo?– no esperó mi respuesta pero hizo una pausa, lo recuerdo. – Esa seguridad.

    La certeza y la consistencia no son los ingredientes indispensables de mis ideas. Sé que nada está asegurado, todos lo sabemos. Pero ahora, después de cierto tiempo, después de haberle otorgado infinidad de significados a los encuentros y desencuentros que encadenan mi cotidianeidad, después de esta mañana, la certeza de la falta de certezas se me hace una construcción por lo menos endeble. Digo que de alguna manera me siento, si no más sabio, menos necio. Es curioso lo torpe que me veo al confesarlo. Aunque uno no sepa el porcentaje de agua que lleva en el cuerpo a cada momento, de vez en cuando tiene sed. Y hasta me parece comprender, no de una manera racional y altiva, sino hasta con cierta complicidad, la fe. Hablo de fe. Cualquier cosa puede ocurrir. Depositar fe en que lo que ocurra nos deslumbre, nos aclare o nos otorgue una cuota de cándida felicidad me resulta, más allá de lo ingenuo, sumamente excitante. Como reducir la vida a una noche de casino, con algo de dinero. Y en un casino cualquier cosa puede ocurrir.

    Esta mañana volví a verlo y lo vi por primera vez.

    Esta mañana, Laura y yo, nos despertamos juntos. La celosa presencia del anillo opacaba la percepción de cualquier otro elemento de ese ambiente ajeno. Sólo ella, el anillo y yo. Y toda la historia, que de alguna manera ya no me rodeaba, sino que al fin me aceptaba partícipe de su círculo. La luz pálida y pareja de mañana invernal nos reveló (no sé por qué pero creo no equivocarme al usar el plural) con un dejo de pudor a la desnudez y una ternura amarga. Nos despedimos con familiaridad.

 

 

Mariano Carrara nació en Salta en 1971. Está más vivo que no sé qué.

 

a Tope

 


 

 

Planes

 

    En algún momento de la noche entendiste que te habías perdido detrás de una ventana llena de aviones. Las cortinas naranjas cambiaban toda la luz de la calle sin perros y tu cuerpo se acostumbraba, de a poco, a una cama húmeda. Cosas que aparecen de quién sabe donde, una puntada en la oreja anunciando la fiebre. El mismo desconcierto frente a este día que no termina de irse. Hizo calor y pasó el camión de los helados, la mesa en el patio seguía repleta de botellas y platos sucios. Nadie supo que ya no estabas ahí. Nadie sabe que seguís despierta a las tres de la mañana escuchando el sonido retardado de un avión que pasó hace tiempo. Imaginás otras cosas, un papel, una anotación absurda con su letra, la fiebre sin dudas. Una cara en medio de mucha gente que empieza a parecerte la única. Pasos pequeños, como los que das del baño a la habitación sin prender la luz. Un pie y otro y la luz apagada y un mundo imposible en el que marzo no existe.

    Ahora estás acá.

    Mañana, sentada mirando el cielo sin piso desde la ventanilla, una tranquilidad desconcertante va a invitarte a cerrar los ojos y no esperar la cena. A sonreír con los auriculares puestos después de cada broma en la pantalla cuadrada. A recordar la tela verde de tu pantalón arrugándose cerca del zapato como quien recuerda otra cosa. Eso fue hace dos días, sólo si llevás bien la cuenta, si todo vuelve a empezar cada veinticuatro horas y no cada vez que te acomodás el pelo o prendés un cigarrillo. Mañana, cuando estés muy arriba de un mar inmenso, la conversación atragantada en el parque va a regresar de a partes y cuando la azafata te diga si necesitás algo, vas a sonreír apenas porque esa mujer no tiene idea de lo que está preguntando. Mañana vas estar acá, tocando tu bolso con la punta de los pies sin encontrar una posición en doce horas que apacigüe la molestia del cuerpo, ni ninguna otra.

    Llegaste un martes a las nueve y tu mamá te esperaba fumando cerca de la salida. Te abrazó un poco nada más, no quería dejar de mirarte. Le diste en el taxi unos bombones que compraste antes de embarcar. Hablaron un poco en el auto, te puso al tanto de lo que había estado pasando mientras estabas afuera. Cada tanto, el chofer asentía frente a ciertos comentarios con un soplido corto y una mirada por el espejo. Los carteles del camino te parecieron enormes, repletos de caras conocidas que no habías recordado en meses.

    Tu casa ajena e impecable te vio llegar y acomodar tus cosas.

    No recordás cómo llegó la noche, entre llamados, seguro, y excusas que dejaron los encuentros para otro momento. Sin creerlo dormiste mucho y aprovechaste las mañanas para organizar los placares.

    Podrías ser la voz húmeda que tartamudeaba por última vez.

    Podrías ser el silencio que aguardaba del otro lado con los ojos fijos apuntando más arriba del techo. O el empleado, cualquiera, que facilita las llamadas.

    Sos otra cosa.

    Sos las tareas absurdas que le asignas a tus manos para no pensar, pero no hacés otra cosa más que pensar y con cada respiración el mundo se contrae a tu alrededor como si fueras el centro oscuro de una esponja. Estos son días lentos en los que hablás despacio, en los que vas enterándote que casi todos alguna vez también tuvieron que dejar atrás un mundo. Nada te entristece tanto como eso, que exista alguien que sepa de lo que estás hablando. Pensás: si recordara los mismos detalles, el almuerzo en el restorán barato, la pecera enorme. Pensás que si tuviera piedad dejarías de ser una enloquecida buscando un lugar que no sea una cápsula. Te vas perdiendo de a poco, te tiemblan las manos, te das vergüenza.

    Algunos nombres te dan puntadas, enfrían el agua de la ducha. Te llevan, como ciertos olores, a lugares filosos. Te preguntás qué esperabas después de todo, te lo preguntás en el cine. De a poco se habilita un espacio paralelo en el que todo sigue su curso, sin importar demasiado qué tan buena fue la película o de quién es el cumpleaños. Una sensación física, un quiste que podrías tocar arriba de la nuca.

    Soñás mucho. Soñás difícil.

    Los recuerdos te despiertan, o el teléfono, o la imperceptible sensación de estar flotando dos centímetros por encima del piso.

    Estos son días de miedos indecibles en los que te sentís lejos de cualquier lugar. Días en los que entendés que entre las cosas que se pierden también te perdiste y que no sos vos quien está mucho mejor sino esa otra que camina sin reconocerse del todo en los reflejos de la calle. No podés comentar esas cosas en el medio de la cena, pero lo hacés y arreglás planes para después de cenar.

 

 

    Mei nació en Buenos Aires en 1975. Vive.


a Tope

 


  

 

Open Door

 

    El 18 de diciembre de 1940, José Fernández López fue internado en la Colonia Nacional de Alienados Domingo Cabred. Al menos, así consta en la carátula de su historia clínica, que la casualidad y una afición personal por los robos menores, sin importancia, puso en mis manos. Obtuve el expediente en el archivo del internado –un cuarto diminuto, forrado de estantes y papeles con casos similares–, mientras mi madre, en el pasillo, intentaba mantener una charla con José, que la oía de a ratos y conversaba solo. Sentí, al tiempo que hojeaba las primeras páginas, que su discurso tajante y entrecortado –como si le diera mordiscones a las palabras y estas, a su vez, lo mordieran a él– reproducía, no digo la respiración, sino el jadeo de una Buenos Aires extinta, pedazos de una ciudad alucinada que debe permanecer intacta sólo en su memoria, ya que desde aquella mañana de diciembre apenas si volvió a verla en su dimensión real. Ajeno al presente, pero no por elección propia, debe a la buena fe de su familia y a una junta de notables de la ciencia, haber quedado fuera del combate de los hechos, balbuceando todavía un relato monótono e inconcluso.

    Nunca se nos explicó por qué se produjo la internación de mi tío abuelo. La vaguedad en este punto comprende desde delirios persecutorios y brotes psicóticos –términos que, en definitiva, nada explican para los que manejamos de oídas la jerga psicoanalítica– hasta el afán repentino y constante de desaparecer de los lugares que más frecuentaba. El club, el trabajo, la casa y otras dependencias civiles. Según insiste el anecdotario familiar, durante días enteros era imposible hallarlo; hasta que, al tiempo, aparecía en otra provincia o en algún país limítrofe. No se le podía imputar ningún episodio extraño o condenable; paraba en hoteles de categoría y, una vez que comía en forma abundante, se le daba por salir a caminar hasta perderse en ese nuevo y provisorio destino. En algunas ocasiones, había que recurrir a la policía y a las guardias médicas para obtener algún dato; otras, alguien lo veía y avisaba a su casa. Como aquella vez que el doctor Bove, un amigo de mi abuelo, se topó con José en un cruce de calles de la capital uruguaya y, después de seguirlo hasta la puerta del hotel, telefoneó a su familia para que intervinieran en el asunto.

    El encuentro entre los hermanos estuvo cargado de reproches por parte de mi abuelo que el otro aceptaba con indiferencia. Hablaba despacio, casi en secreto, de pájaros que lo picoteaban permanentemente en la habitación de su casa –razón, desde luego atendible, para abandonar, de súbito, esa o cualquier otra vivienda. Menor suerte esperó a José en Montevideo, rodeado como estaba, según dijo, de murciélagos e insectos del tamaño de un puño. Su hermano, con esa calma que se diría una condición innata de su naturaleza, le dijo por lo bajo, un poco para no alarmar al doctor Bove, que esperaba el desenlace a unos metros, y otro tanto para seguir el juego del otro, que la casa que ambos compartían en la calle Bacacay había sido desinfectada y eliminados todos los intrusos.

    Cuando llegaron a Buenos Aires, los padres de José lo aguardaban ansiosos en las dársenas del puerto, en compañía de dos médicos que lo trasladaron, engañado, a una clínica privada. Ese fue el comienzo de una serie de estudios y tratamientos, cada vez más intensivos y, en cierto modo, crueles, dado que el propósito que perseguían la familia y los especialistas no era otro que la curación del enfermo; pero la puesta en marcha de ese proceso no excluía terapias de electrochoque, ni medicamentos tan fuertes que harían girar sobre su eje a un caballo. Al final de ese periplo, mi abuelo había dilapidado una fortuna en consultas a eminencias y atención en hospitales; para sus padres la esperanza, si existía, era un país remoto; y José, mediante un sello y una firma, recibió un diagnóstico que hoy se juzgaría prematuro y errado.

    Hay infinitos detalles que se me escapan; muchos por prudencia, otros por falta de conocimiento, pero hay uno en especial al que quisiera referirme. Cuando mencionaba más arriba la fortuna de mi abuelo, pretendía dejar en claro, algo oscuramente, que el dinero invertido por él, provenía de la fortuna de haber sacado, en el año 38, un primer premio a la quiniela. Ese acto de fe, apostar con desinterés a la suerte, lo repitió hasta dos días antes de morir, como si se tratara de un rito religioso. Recuerdo las apariciones del quinielero, un hombre no mayor que mi abuelo pero entrado en años, que desplegaba una ristra de billetes sobre el paño verde y se dejaba caer en una de las sillas de cuero que rodeaban la mesa del living. Ignoro si ese hombre sigue vivo y mucho menos si todavía alguien cultiva el oficio de llamar, puerta por puerta, para ofrecer billetes a cambio de billetes y, quizás, de un poco de suerte. Todo esto ocurría cerca de las dos de la tarde, previo a que yo regresara al colegio y mi abuelo se entregara al sueño de la siesta. No sé qué cosas pasarían por su cabeza en esas horas muertas, qué imágenes recurrentes lo harían despertar sobresaltado en el sofá, porque nunca dormía en su cama. Otras veces, lo imagino sereno, habiendo cumplido con el deber de acudir, una vez más, como toda su vida, en ayuda de su hermano.

    La primera vez que lo vi a José, mi abuelo aún vivía. Habíamos viajado los cuarenta kilómetros que separan Buenos Aires de Luján en el auto de mi tía, una rural Falcon de color rojo, en la que entrábamos, un tanto apretados, ella, mi madre, mis abuelos, dos o tres primos y yo. En el trayecto que hay entre el pueblo y la Colonia, el paisaje se convertía en una zona semirural, semifabril, con hileras de árboles y sombras a los costados, colinas verdes a lo lejos y chimeneas altas que lanzaban un humo negro y amarillo. Los mayores hablaban de cualquier cosa y por turnos, mientras los chicos nos encimábamos con nuestras voces. En medio del bullicio, el auto se detuvo. Ya estábamos dentro de la Colonia. Mi abuelo bajó solo y desapareció por uno de los tantos senderos que comunicaban con los pabellones. Los locos, como decían mi tía y mi abuela, se acercaban al auto para pedir plata o cigarrillos, y ellas se limitaban a convidarlos por la ventanilla o negar con la cabeza. Harta de tantas precauciones, mi madre abrió una de las puertas y comenzó a tratar cara a cara con los internos. Había tanto arrojo en ese gesto y en su manejo de una situación incómoda para una mujer (a excepción de las enfermeras, la población de la Colonia es exclusivamente masculina), como en su necesidad amorosa de seguir visitando a un tío que es suyo, que le pertenece con el mismo derecho e intensidad que cualquier otro de sus afectos. El auto quedó en silencio, y digo así porque hasta el motor dejó de carraspear, cuando vimos aparecer a mi abuelo con un hombre idéntico a él, recién afeitado y prolijamente vestido, que caminaba en dirección a nosotros. Lo único extraño en su apariencia era una venda que le cubría la cabeza, a causa de un accidente menor. Un golpe o un corte.

    Bajamos y nos presentaron, uno por uno, al tío José. A las mujeres les dio un beso; a mi primo y a mí, la mano. Después, volvió a dirigirse a mi abuelo y le indicó con la mirada que quería estar a solas con él. Enseguida, se alejaron y fueron hasta la glorieta, una estructura de hierro pintada de blanco, con una mesa y dos bancos placeros, donde conversaban y José recibía las dádivas de ropa y comida. Participé de ese ritual años más tarde, sólo que el lugar de mi abuelo lo ocupábamos ahora mi madre y yo. La parsimonia y el detallismo con que José revisaba cada prenda, la amabilidad de ofrecernos comida antes de probarla él, no representaban para mí otra cosa que asombro. ¿Cómo había sobrevivido décadas enteras ahí adentro? ¿Cómo conservaba la gentileza, los buenos modos, en un ambiente hostil y denigrante, en el que, prácticamente, todo le había sido arrebatado? ¿O esos pensamientos eran propios sólo de alguien que no pasó por su experiencia? Un hombre, que podría haber sido su nieto, pasó a nuestro lado, vociferando cosas del infierno, de la guerra. Tenía una vincha de tela roja que le tapaba las cejas y, como la mayoría de los pacientes, el cierre del pantalón abierto. Al cabo de tres horas, nos despedimos de él hasta la próxima, con la incertidumbre en el estómago de no saber si habría una próxima vez. En el viaje de vuelta, mi madre me contó que José se había escapado una vez de la Colonia, en el año sesenta y cuatro, sesenta y cinco. Tal vez, guiado por esa reducción al absurdo de hechos y lugares que es la memoria, el tío regresó a cada uno de los sitios que guardaban algún significado para él, las locaciones desde las que, en alguna otra oportunidad, debería contarse su vida pública: la Facultad de Ciencias Económicas, donde presidía el Centro de Estudiantes, y la oficina en la que había trabajado junto a mi abuelo. Cuando entró allí después de décadas, los pocos que lo reconocieron, sintieron estar frente a una aparición. Movida por el pánico, la asistente del contador Gonella localizó a mi abuelo, bajo instrucciones de aquel, y lo puso al tanto de la fuga. Días más tarde, José era devuelto, vaya ironía, a Open Door.

    Desde la muerte de su hermano, José nunca más volvió a nombrarlo. Reconozco en esa reticencia la misma que empleaba mi abuelo a la hora de referirse a él; una coraza muda, que no ocultaba el dolor pero servía para volverlo tolerable. Sin duda, saberlo internado de por vida en esa mezcla de cementerio y de country, aunque sin la paz lúgubre del primero ni la paz artificial del segundo, generaba en él sentimientos encontrados. Por un lado, el deseo de liberarlo de esa condena perpetua; y por el otro, la convicción, quizás inducida por la opinión de los médicos, de que en ningún lugar estaría más seguro que ahí. Dentro de la Colonia, su manera de obrar y de relacionarse dista mucho de ser la de alguien que se siente un miembro de la comunidad y comparte los códigos. Quizás también al resto de los internos los acompañe esa sensación de exilio permanente –no del mundo, sino de sus vidas. Desarreglados en su mayoría, con ropas viejas, prestadas, y bolsas de supermercado llenas de papeles, a las que se aferran como a un tesoro, esperan algún acontecimiento que, saben, no va a ocurrir. Las enfermeras los medican antes del almuerzo, en una fila que nace en el comedor y llega hasta el baño. Apenas una arcada divide los dos ambientes.

    Exagerada pero precisa, como todo anciano, mi abuela me cuenta que Joaquín nunca jamás hablaba del tema, a pesar de que ella –truene, llueva o nieve– lo acompañaba al loquero, y agrega, como nota de color, que José siempre le pedía libros y el último número de la revista Hogar. Supongo que, en cuarenta años de casada, ella tampoco pudo franquear la intimidad de los hermanos, pero no queda otra fuente viva más confiable que sus lagunas. La luz que se filtra por las rendijas de las persianas mantiene la casa en penumbras, mientras mi abuela trae y lleva una bandeja con tazas y galletitas, haciendo sonar unos tacos desproporcionados para su metro cincuenta. Ya jugamos a la generala y no encontramos nada más para decirnos, cuando se me ocurre preguntarle por José. Hablar de temas referidos a mi abuelo siempre la anima un poco, como si uno en realidad le preguntara cómo te sentís. Lo critica, lo elogia, lo venera y termina, indefectiblemente, hablando de la soledad, de lo que es llegar a su casa y encontrar todo a oscuras. Durante el día, como dije, se empeña en que no entre el sol, y si sale a la calle, es para meterse en la noche sin ventanas de los consultorios médicos. No logro apartarla de sus preocupaciones, de las facturas vencidas e impagas, de las improbables intervenciones quirúrgicas que la aguardan, del ejercicio del chisme despiadado –ese alimento que la sostiene en pie: su propio grupo electrógeno. Cuando me despido, me pide que vuelva pronto, y añade, ¿Sabés cuándo nació José? El once del once del once. Recién cuando yo haya subido al ascensor, ella cerrará la puerta.

    Camino despacio, abstraído del ruido y de la gente. Cotejo los cambios en los nombres y la dirección de las calles, en los negocios que reemplazan a otros anteriores, más afines a mi memoria, y considero esta posibilidad nimia como un privilegio. No me hago a la idea de que un hombre, llámese como se llame, pueda ser desterrado de un número reducido de calles, avenidas, objetos y relaciones, que forman su ilusión del mundo. No deja de dolerme saber que todos nosotros, en mayor o menor medida, damos por muerto a José, que nuestra indiferencia contribuye a su olvido y que lo colgamos en la rama rota de nuestro árbol genealógico, igual que a un deslucido adorno navideño.

    Esta zona, la que media entre la casa de mi abuela y la de mis padres, ya dejó de pertenecerme. Al menos, en su actualidad. Son otros los edificios en los que me detengo involuntariamente a especular sobre vidas ajenas y situaciones extrañas; otros, los comerciantes a quienes trato de arrebatarles algo en un descuido; otros, mis problemas y sus soluciones. No sé a qué atribuirlo. Simplemente pasó así, como hubiera querido que pase. Cuando, aunque sea por un segundo, nos sentimos parte de un flujo mayor e innominado, que no es el deber ni el destino; cuando ninguna fuerza externa, excepto, momentáneamente, los avatares insidiosos de lo cotidiano, puede arrancarnos de esa corriente que nos liga a un origen –recibido o creado, es lo mismo–, la lógica de las especulaciones no merece otro estatus que el de una nota a pie de página, en letra chica y asaz prescindible. Estoy frente a la puerta de la casa de mis padres. Puedo entrar y cenar con ellos, o puedo seguir de largo, diciéndome que es hora de dejar atrás este relato y empezar a imaginar (curvilínea, audaz e imperfecta) alguna forma de futuro.

 

 

Alejandro Güerri nació en Buenos Aires en 1976. Hasta ayer a la noche, estaba vivo.

 

a Tope

 


 

 

El conocimiento de Nicanor Cuevas

 

«"Mi empresa no es difícil, esencialmente",
leo en otro lugar de la carta.
"Me bastaría ser inmortal
para llevarla a cabo."»

Jorge Luis Borges
Ficciones - Pierre Menard, autor del Quijote (1944)

 

    Lamentaré decir que los pormenores de esta historia han llegado hasta nosotros luego de un recorrido incierto; muchos e importantes son los detalles que la oralidad y el tiempo nos fueron ocultando; muchos de éstos quizá hayan sido modificados para fomentar nuestro interés tardío. Y otros seré yo quien los agregue, minúsculos, al solo efecto literario. —Siempre, empero, respetando la pequeña dosis de verdad de la que fuimos víctimas.

    Lo que sí se sabe: se sabe que el nombre del protagonista fue Nicanor Cuevas; se sabe que vivía con su madre en una casa de dos plantas en La Plata, sobre la calle 43, a dos cuadras de la estación del Roca; se sabe, por la fecha en que los libros que se encontraron en la escena última fueron escritos, que todo ocurrió hace no más de veinte años.

    El hecho es que a Nicanor Cuevas le fue dado a alección y cumplido un deseo. El prodigio ocurrió estando él en su habitación, presuntamente escribiendo, o leyendo Ficciones, el primero que leía de dos libros de Borges que había comprado. Cuevas estaba sentado en su escritorio, si consideramos la silla como parte del mismo.

    Los demás datos ya los ignoramos: por qué a él, cómo ocurrió, que mecanismo fue el que funcionó, qué fuerza o divinidad fue la que intervino para que se cumpliera su voluntad, son algunos de los puntos que quedaron de a pie en el camino de la divulgación.

    Esto no deja de ser curioso. Yo tengo para mí que nunca se supo, que el único que lo supo fue Nicanor Cuevas. Eso y todo, porque fue precisamente el don de la Omnisciencia el deseo que le fuera concedido.

    Un dato que se puede deducir a partir de la ausencia de los demás es que todo sucedió a puertas cerradas. Nicanor Cuevas en su habitación, frente al escritorio, Nicanor Cuevas leyendo. Y cuando su madre abrió la puerta, con las palabras colgando, Nicanor Cuevas ya sabiéndolas.

    Lo invitaba a bajar a comer:

    — Dale que se enfrían —había dicho la vieja, y bajó sin haber necesitado sus oídos débiles.

    Las voces sonaban con eco. El reloj marcaba las ocho cuarenta, pero adelantaba 6 minutos, 54 segundos e infinitos decimales que variaban constantemente; todavía quedaba tiempo. Se rió del reloj, obsoleto, y se rió de haber reparado en él por última vez; y no rió más: supo que sabía Todo. No enumeraré un conjunto ínfimo de ejemplos que me dicte el capricho. Todo.

    Las milanesas que esperaban eran sabidas milanesas y ya frías cuando Nicanor terminaba de bajar la escalera. Cuando el llamado de su madre, también habían sido sabidas milanesas frías cuando termimase de bajar la escalera 217 imprecisos segundos después.

    Se sentó a la mesa. Cada grano de pan rallado lo acosaba. Imposible comer tanto. Tenía que irse —tenía razones para irse—; porque además del pan rallado estaba todo lo demás. El conocimiento que ahora tenía, que hacia el pasado le mostraba un solo universo, pretérito definido, se abría en un abanico infinito de posibles universos futuros que dependían de sus actos; cada abanico se abría en otros, y a su vez estos otros y los siguientes abanicos. Y Nicanor Cuevas los supo todos, y también supo cuáles de todos eran los que iban a ser. —Supo que el viento generado por el movimiento de su mano en cierta ocasión había devenido, luego de años y mutaciones, en la muerte de una vaca en un departamento del sur de Uruguay; supo las consecuencias de ese mismo acto ahora y en todos los tiempos. Supo las consecuencias de todos los actos en todos los instantes y en ninguno.

    Y la puerta lo esperaba a una distancia exacta.

    Imposible comer, imposible soportar el eco de las preguntas maternas que iban a seguirlo, insoportables, hasta la puerta. Y es que no era el eco de la voz, sino que era ésta en realidad el eco de lo que él ya daba por dicho. Ahora las palabras sabían redundantes, inútiles, sucias, usadas, terminaban por aturdirlo.

    — Ah, te llamó Silvina. Dijo que...

    — Decíle que la perdono —dijo por fin, explotando con todo su cuerpo hacia la puerta de calle, quizá demorando el último llanto, sabiendo que aquellas palabras no eran las que hubiera querido decir, que hubiese deseado poder hacerle saber a Silvina que la entendía, pero sabía que Silvina se sentiría juzgada o que acaso no lo entendería, que el discurso referido de su madre no sería del todo fidedigno —no podría serlo— y cuestiones infinitamente aún más complejas.

    Las preguntas maternas. La madre levantaba la voz a medida que su hijo se alejaba:

    — Dijo que hoy no iba a poder venir porque el lunes... —, y se detuvo la vieja al notar que la voz de su hijo había ido calcando la suya en el aire espeso del comedor.

    Ambas voces habían callado al unísono. La puerta se cerró, definitiva, ocultando tras de sí un manojo de angustia que se deshizo en la privacidad del afuera.

    En la cruz que dibujan las calles 1 y 43, se lo pudo ver debajo del colectivo que de manera impostergable había cruzado en luz roja; la calle señalando inconscientemente el límite del cuerpo de Nicanor Cuevas, que parece difuminarse a partir de la sangre que brota por entre los adoquines que nada saben.

    Poco nos queda a nosotros: los dos volúmenes anteriormente referidos, que llevaba bajo el brazo y que el colectivo le hizo soltar; sobre el escritorio circunstante de la escena inconcebible, una hoja por Cuevas escrita.

    Debo decir que el papel hallado, si no puede ser considerado en blanco, leía en memorable caligrafía apenas un monosilábico «lo», cerca de su esquina noroeste. El legado escrito —calcado, debería decir— de la persona que todo lo supo en este mundo es un artículo indeterminado. Por mi parte, la explicación que encontré a este respecto no me satisfizo. Pero no sería ilícito suponer en esas dos letras un mensaje vital del cual nuestra ignorancia apenas adivina el contorno.

    Para finalizar, la moral y los rigores de la literatura exigirían de mí en este punto una reflexión, hasta cercana la moraleja, acerca del destino de Nicanor Cuevas y su Conocimento, o del sentido de su historia. Tengo dos razones para no hacerlo.

La Plata. 1963.



Daniel Liñares
nació en Buenos Aires. Dicen que vive.

 

a Tope

 


 

 

Pen-friends

 

    El doctor Jürgen Stockhausen se entristece en Estocolmo; su esposa lo ha dejado en medio del invierno. Va sonámbulo al trabajo. Vuelve temprano y deambula, sin objeto, por la casa. Se rasca largo, desconcertado, la barba roja: las paredes se alejaron, hacen muecas en el techo manchas húmedas, y la música con que se aturde no logra disimular el zumbido sordo de la soledad. La certera sospecha de que su mujer tenía sexo con otros hombres no podía menguar el amor que lo embargaba; ya no sufría por eso. El carrusel da en su trayecto un brinco brusco, y prosigue su órbita habitual. Ella, al parecer, entendió la tolerancia tácita como pronunciada indiferencia, e ignoró que al abandonarlo le averiaba el alma. Sus dos gatos perdieron apetito; él, dos kilos. Quema recuerdos en el hogar y en la mente afiebrada; bebe, llora y se arrepiente por haberla descuidado. Pobre Jürgen Stockhausen, la vida se le presentaba como una pista de patinaje, sin sobresaltos, lisa y sin baches. Pero irremediablemente suceden los porrazos. Para él soy instructor de paracaidismo. Eso le escribí los últimos cinco años de nuestra esporádica relación que lleva diez. En abril con el año en plena marcha, en julio para el día del amigo, y diciembre cuando las expectativas se alimentan y embriagan de manjares festivos (este era y no el caso), nos enviamos noticias, afectos, fotos y tarjetas navideñas. Hemos sido pen-friends, amigos por correspondencia, desde que ambos cursábamos el secundario, lo cual habla de nuestro compartido gusto por el anacronismo. Jürgen se aplica asimismo en filatelia. Las estampillas de sus sobres siempre demostraron preferencia por motivos tradicionales y egregios: retratos flemáticos de reyes y reinas, imponentes edificios históricos, catedrales suntuosas. Dos veces (tendríamos veinte, los abuelos de Jürgen se habían divorciado a los ochenta, la pista se resquebrajaba, y en ese período de hondos replanteos) me envió estampillas de barcos vikingos. A los dieciséis Jürgen era lo que es: llevaba una barba rojiza y rala, el cabello rubio y lacio caía sobre los hombros del blazer rojo de su uniforme y un tímido flequillo velaba los ojos color de agua. Tras aquel pudoroso montón de pelo habitaba el muchacho inseguro y metódico que en sobrio inglés me delineaba sus planes envidiables para una vida apacible como un paseo en calesita. La barba se ha espesado y la frente, aún exenta de arrugas, se amplía. Nuestra remota amistad se prolongó a lo largo de sus estudios de Medicina, su carrera ascendente como traumatólogo -flamante subjefe de guardia del hospital comunal- y durante su promisorio noviazgo y ahora malogrado matrimonio con Tuna, una diseñadora (descolorida y despampanante según las fotos) que lo había "enloquecido" en una clase de salsa, a quien había lentamente arrebatado de los brazos de un ingeniero en sistemas, y que un mes atrás había partido en un crucero con su amante danés. Cuando lo leí no pude evitar imaginarme dos enamorados abrigándose en mutuos abrazos sobre la cubierta brumosa de un transatlántico a través de un mar de hielo. Me apené sincera aunque poco entusiastamente como cuando nos avisan que falleció algún pariente de un conocido, o cuando alguien llora solo en el mismo vagón del subte. Sin embargo la confidencia y la consejería sentimental representan un aspecto importante de nuestros vínculos. Por mi parte siempre disfruté proponiéndole noviazgos esquizofrénicos que incluían affaires con vecinas de mis parejas, primas de sus madres, ninfómanas ocasionales, pequeñas estafas, empleos inverosímiles y otras intrigas para estimular sus fantasías e indagar en sus valores. Jürgen me respondía que yo tenía un "tornillo suelto" y debía dejarme de buscar problemas.

    ¿Por qué deberíamos mostrarnos tal cual somos (o nos vemos) ante alguien que probablemente nunca (nadie, quizás) llegue a conocernos? ¿Por qué no, en cambio, darle algo más íntimo, lo que imaginamos, lo que queremos o tememos ser? ¿Por qué no desplegar para el otro nuestras fantasías y fantasmas? ¿Y no es esto lo que mayormente realizamos, y quizás lo más auténtico? Es algo que hace mucho me pregunto y lo que siempre hice, impulsiva antes y conscientemente ahora, con mis amigos por correspondencia. Me acuerdo de una pen-friend coreana de mi último año en el colegio: Li Huang Ten, una chica de trenzas negras, grandes mejillas y obvios ojos sesgados que me mostraba los dientes blancos de su mejor sonrisa polaroid a las orillas de un río en Seúl, y me confiaba que vivía en el penthouse de un piso treinta con sus padres, tres abuelos, cuatro hermanos y seis gatos de varios colores y nombres irreproducibles, le gustaban la jardinería y el tiro con arco que practicaba en su terraza, y pensaba estudiar Turismo para mostrarle al mundo las maravillas de su país. A su vez le conté que vivía con mi tía manca en una casa colmada de pajareras sonoras, plumas y alpiste; era la tercera vez que repetía el tercer año por mala conducta y robaba autoestéreos para comprarme un microscopio. Supuse que despertaría su curiosidad. Tal vez hubiera sido más conveniente el cadete de policía que jugando le había vaciado el cráneo a un hermano, un seminarista tentado por feligresas, un trabajador voluntario en un cotolengo con niños deformes. En su segunda carta, me recomendó buscar ayuda, acudir a un psicólogo o sacerdote, y nunca volvió a escribirme a pesar de que insistí en que tras haber sido arrestado en un operativo escandaloso, un juzgado de menores me había absuelto de mis cargos por robo pero durante el encierro había replanteado mis objetivos en la vida: desde mi liberación me sometía a tratamiento psiquiátrico con una medicación muy reconfortante y moldeaba artesanías en cerámica. Li, como muchas personas, creía que corrompen las malas influencias (aún en palabras lejanas) y no que pudiera remontarse un destino en declive.

    El correo ha cambiado, lo digo sin nostalgia. El desarrollo de las comunicaciones lo relegó a funciones legales y comerciales, pero también se trastocaron su apariencia y desempeño. Huele a lavanda. El vidrio inmaculado fría y armoniosamente se combina con el brillante metal y la madera lustrosa. Los destellantes displays digitales complementan a los empleados de amable predisposición y pulcros uniformes coloridos. Por momentos da la sensación de haber llegado al futuro confortable que los avisos publicitarios profetizaban. La ilusión se desvanece pronto: queda la atmósfera impaciente de los aeropuertos, de personas en tránsito ansioso por un circuito mecánico, un engranaje aceitado. Las esperas continúan siendo largas, y para mí odiosas: tiempo detenido. Un sobre alentador, un aliciente de esperanzas, párrafos colmados de mentiras piadosas, aventuras en aeródromos desconocidos, el renovado vértigo de la caída, la mención de algún esguince en un mal aterrizaje, fotos que un inquilino olvidó en un departamento que mis padres alquilaban (y han sido yo para mi amigo sueco), para Jürgen, eso, y dos cartas documento a clientes morosos fueron lo que me llevó al correo.

    Tenía veinte números delante y nada que leer de modo que me dediqué a pasear la vista por el salón. Cerca de la entrada una pila de cajas se tambaleaba cada vez que la puerta dejaba entrar al viento caluroso. La chica de la librería hablaba por teléfono con algún pretendiente a juzgar por sus sonrisas, su labio mordido y el nerviosismo con que ensortijaba un insistente mechón de su cabello. En uno de los monitores del circuito cerrado, noté a un hombre, probablemente decente pero de aspecto altamente facineroso, con el pelo cubriéndole los ojos y abundantes cicatrices, que resultó estar dos metros detrás de mí y ser el emisor de un tenue olor agrio y penetrante. A pesar de los carteles preventivos intentó prender un cigarrillo con un encendedor de cincuenta centavos, pero éste explotó como un petardo y causó susto y alarma y algunas risas. Pronto entró un alertado policía que abrió las puertas de par en par y el viento desmoronó la pila de cajas tambaleantes. Pensé que por más vigilados nunca estaremos seguros. La mayor parte del público volvió a aburrirse en silencio y resoplar de fastidio. Pensé en conversar. No quiero abrumarlos de empirismo (los sentidos engañan), pero esta era la escena. Aparte, tres abuelos charlaban entre ellos sobre medicamentos e intervenciones quirúrgicas: la abuela tenía un pulmón menos que no le impedía todas las tardes llevar a sus nietos a la plaza, y lucía tan saludable como si tuviese dos pulmones aunque se encorvaba. Me detuve en una chica, de cerca de veinte, con una cara que la melancolía embellecía. Pálida, la vista negra fija en el piso, nadie parecía notarla. Carecía por completo de elegancia para combinar la ropa, y la postura desgarbada y el cabello teñido de rubio no ayudaban a su apariencia; sin embargo la cara sombría permanecía inalterablemente linda. El rostro contraído, la boca un poco apretada, las comisuras de los labios se arqueaban con timidez hacia atrás y abajo como si estuviera tragando amarguras. Tenía los ojos mustios con la tristeza de quien ya no llora. Habrá sentido que la observaba: me miró. Parecía querer acercarse. Algo en mi mirada predispone a las personas a contarme intimidades. ¿Problemas con deudas? ¿Un desengaño amoroso? ¿Remordimiento punzante? Realmente me hubiera gustado saber los pesares de aquella chica, y quizás un poco de charla la habría animado, pero en ese momento ya no estaba de humor. Me alejé unos pasos. Leí los tiempos que demoran los envíos en llegar a distintos destinos. Para ese entonces me había apresado el tedio del ocio forzoso. Observé los afiches de nuevos servicios y los de un concurso tan absurdo como acostumbran este tipo de ocurrencias: Ponga en un sobre cinco etiquetas del envase de vermouth Ambrosía, complete el remitente con sus datos y manténgase frente a la TV todos los jueves de veintitrés a veinticuatro horas. Todos los jueves entre las veintitrés y las veinticuatro, con música de suspenso, la diva saluda al solemne escribano, repite las bases, y se produce una lluvia de sobres. Toma uno, el elegido. Disca. A menudo el teléfono da ocupado, o atiende algún pariente ajeno al certamen, pero, en general, una voz conmocionada contesta "¡me encanta la bebida!" y se gana el premio de ¡un millón de pesos! simplemente por mandar una carta. En uno u otro caso, premio o castigo, me pareció oportuno aprender a volar, o suspender el juicio, porque los exhaustos cimientos de la moral no tardarán en desmoronarse y dejarnos sin piso.

    Descortésmente una maestra (o bioquímica, llevaba guardapolvo) me avisó que estaba tapando el buzón de los concursos, y no le permitía echar en la ranura su encomienda al azar. Me corrí de mala gana y fue entonces cuando vi el teléfono, el Fonoservicio. Hay que aceptar que forma parte del camino hacia la despersonalización, un artilugio de las empresas para abstraer el factor humano y evitar que los usuarios descontentos escupan y abofeteen a sus empleados, pero le encontré posibilidades fascinantes: un pasatiempo del que no podía prescindir, una versión en vivo, efímera y coloquial, de mis amistades por correspondencia. Levanté el auricular y esperé.

    — Correo. Buenos días. Mi nombre es Laura. ¿En qué puedo ayudarlo? —atendió automáticamente una voz cálida y cordial, en algún lugar abstracto quizá dentro del mismo edificio.

    — Me pasó algo aberrante y quiero contárselo a alguien que no me conozca.

    — ¿Perdón?, —respondió la voz.

    — Me pasó algo aberrante y quiero contárselo a alguien que no me conozca, —repetí,— ¿tiene dos minutos para prestarme oídos?

    — Eh...eh... sí, bueno.

    — Bien. Noches atrás cenamos en casa de mi amigo Gustavo y su mujer Daniela un lomo exquisito, a la pimienta. La comida había sido abundante lo mismo que el vino, y la parsimonia de la charla hablaba de satisfacción y de modorra. Servimos café y whisky. Nos acompañaba un pianista calmoso mientras fumábamos y fabulábamos sobre los posibles romances madrileños de Walter, el agasajado y causante de la cena, que en dos días se iba tras sus esperanzas rumbo a España. No me estaba llevando bien con Walter los últimos meses, pero las perspectivas de un exilio ilusionado en busca de un mal empleo bien pago en una ciudad extraña nos habían acercado. Daniela encendió un sahumerio de sándalo. ¿Me sigue?

    — Eh, sí, sí, siga, por favor.

    No me gustan los rodeos pero... tuve que ir al grano. No obstante hubiera querido contarle cómo conocí a Walter Tamborini, en Gimnasia y Esgrima. Una tarde, seis años atrás, coincidimos con Walter en el mismo kinesiólogo por fisuras de talón similares. Cuando entré no nos saludamos aunque nos conocíamos de vista (en una fiesta del club, en lo oscuro cerca de la piscina, besé a su hermana menor; le hubiera molestado enterarse). Yo tarareaba. Walter zambullía la mirada entre los pechos macizos de una vedette en una revista de actualidad. Tendríamos una espera prolongada por delante y sendos dolores pronto nos volvieron confidentes. Entramos en charla y no tardo cuatro frases en confesarme que le faltaban los dedos meñiques de los pies, de nacimiento. Una carencia insignificante en el plano físico pero, como todas, definitiva en lo psicológico; lo habían sobreprotegido, empezó a caminar tarde, y el temor al ridículo lo privaba del placer de andar descalzo. Yo no tengo la marca del nacimiento, un ombligo propiamente dicho, y no me gusta descubrirme el vientre; sin embargo se lo mostré. Nos hicimos amigos desde entonces.

    — A Walter se le ocurrió que quería llevarse nuestros rostros sonrientes y voces queridas en un cassette, y le pidió a Gustavo que lo llevara hasta su departamento a buscar la cámara. Yo tenía, tengo todavía, un yeso por una torcedura en el tobillo durante una carrera (corro cien metros con vallas). Así que me quedé con Daniela. ¿Me presta atención?

    — Sí, sí.

    Gustavo Murillo, desde hace tres años, juega paddle en dobles con Walter, todos los martes y jueves a las dos, horario en que entrena el equipo de atletismo al cual pertenezco. Gustavo puede romper su paleta, colgar sus pelotas nuevas, ser recriminado con insultos u orinarse en medio del primer set pero no soporta perder: el sudor se le convierte en gotas de odio. La ducha lo relaja siquiera temporariamente porque si ratifica la derrota en el metegol o el ping-pong necesita al menos dos revanchas categóricas en cualquier juego, sorteo o apuesta para aplacar la furia que de todos modos puede durar días. Por lo demás se porta afectuoso, nada mezquino y franco hasta la falta de tacto. Con el tiempo su mirada azul deja de parecer fría y maligna, su voz fina no resulta histérica ni sus opiniones aberrantes. Y uno hasta consiente sus placeres excéntricos. Hay en Wilde un boulevard llamado Ramón Falcón de dos manos separadas por anchas y largas plazoletas verdes donde los fines de semana soleados hombres, muchachos y niños improvisan partidos de fútbol con arcos de ropa apilada, y perros y flores silvestres y curiosos en los márgenes. Gustavo se pasaba tardes adolescentes de sábado a bordo del auto gris recién lavado de su padre a cincuenta kilómetros por hora, con Queen en el estéreo, recorriendo el boulevard de ida y vuelta a la espera de un balón que saliese de alguna cancha y fuera a dar debajo de sus ruedas letales sólo porque lo complacían la explosión, los insultos, y las caras de descontento. Cierta vez, ya había reventado tres pelotas en tres sábados consecutivos, lo reconocieron, lo apedrearon, y astillaron su parabrisas trasero; creo que se lo merecía. Dudé si contárselo; no parecía relevante. Finalmente no lo hice.

    — Hicimos alguna broma sobre quedarnos solos pero nuestras miradas se incomodaron. Estábamos en el living, sentados en un sofá, mi yeso sobre un puf, bebiendo whisky, la luz de las dos lámparas de pie era deficiente. El disco se cambió solo y la música empezó a sonar exageradamente alegre: una banda de sonido con vientos, panderetas y violines de los Balcanes, creo. Daniela bajó el volumen. Agustín, dormía en el primer piso. Se me ocurrió un tema de charla inconveniente: le pregunté cómo les iba como padres.

    No podría explicar, ni viene al caso, la inmediata simpatía que me suscitan las personas bizcas. Me fascina que hagan foco de manera diferente, que me miren y vean al tiempo otra cosa, la dificultad de mirarlos fijo. He pagado cuentas de desconocidos sólo porque me topé con sus miradas desviadas e inasequibles; les he contado chistes y hecho confesiones. He besado algunas chicas estrábicas, y jugado al cíclope con varias de ellas (si carecen de pudor puede resultar un delirio delicioso). Lo que sí concierne: los ojos negros de Daniela bizquean, de forma leve pero notoria, y el efecto es encantador. Resaltan su nariz fina, los pómulos salientes, su boca gruesa. El cabello negro y la silueta ondeantes la privilegian. Siendo la mujer de un amigo siempre la consideré como a un cuadro en un museo: una belleza susceptible de contemplación respetuosa y distante. Por su parte Daniela nada podía hacer para dejar de, sin malas intenciones, coquetear. Andaba por la vida de desfile, como por una peatonal bordeada de vidrieras de tiendas y de bares, lugares donde adquirir lucimiento y diversión. A la salida del secundario empezó a noviar con Gustavo, vendedor de su viaje de egresados. Advino el romance imprevisible y atrapante, igual que el bullente bolillero de un bingo. Daniela flotaba sobre el mundo como si se hubiese tragado un globo. Y en el primer tramo de una desorientada carrera de Diseño se topó con que ya –la meta heredada– contribuía a perpetuar la especie, y ¿qué, era un plan?

    — Bueno, Daniela me contaba, gesticulando en demasía, los difíciles principios de la convivencia. Pasar de ser novios y verse un par de veces por semana a compartir todos los días los había confundido e irritado pero en el transcurso del embarazo los ánimos se apaciguaron, y tener a Agustín los había devuelto a la luz dorada de la felicidad. Nos servimos otro whisky. Y verlo crecer los maravillaba día tras día: empezó a gatear, a reconocerlos; ahora estaba grande y hermoso, hablaba todo el día, llamaba al papá y a la abuela, (su voz se había turbado), y no tenía la culpa de nada, ni de las discusiones constantes por los gastos, vos te pensás que nos hace falta una suscripción de actualidad o un sistema nuevo de alarmas, ni la bendita tarjeta de crédito (subió el tono; la frente se arrugaba) ni las recriminaciones por minucias, que la comida está fría o falta tal o cual ropa, ella no había sido criada ama de casa, ni para los gritos ni los insultos ni los engaños. Empezó a llorar. Gustavo ya no la quería, y a veces pensaba que tendría que haberse decidido, y no tenerlo, y se hubieran ahorrado todo eso. Yo creo que estaba rígido como el Pensador de Rodin en miniatura al lado del audio, y no se me ocurría qué opinar. Tragué saliva y bebí otro trago. Daniela se echó llorosa en mis brazos. Me limité a sostenerla torpemente, en silencio. Entonces, sollozante, comenzó a farfullar frases en mi oído (no parecía tan borracha un momento antes), y sentí su aliento más cerca de lo conveniente, después la humedad de las lágrimas, los labios confusos en el cuello, su mano... se arrodilló... mi mano aturdida que traza... y en fin... eso es todo.

    — ¿Qué hizo?

    — Guárdese las preguntas.

    — ¿Por qué me cuenta todo esto? ¿Quiere descargar su culpa conmigo? Tendría que llamar a otro...

    — No siento culpa ni estoy orgulloso, —la interrumpí,— no puedo callarlo; tenía que compartirlo con alguien, es una especie de exhibicionismo anónimo si quiere. Le agradezco mucho su consideración. Ha sido usted muy amable.

    — Espere... —alcancé a oír mientras cortaba.

    Me hubiera gustado ahondar en la relación de la claridad con la sordidez, la erosión de los lazos afectivos por el tiempo y la distancia, el arrebato de ciertos ritmos y melodías que deshiniben tanto como el alcohol, la ambigua compasión y los reproches mutuos, la sumisión de la ética a la fuerza del deseo, el poder irrefutable del placer y viceversa, el costoso apego a la idea de que la culpa es un vicio de nostálgicos, pero los tiempos que corren no lo permiten. Habían pasado cuatro turnos del mío. Tomé un nuevo número, tenía seis delante. No me importaba si la operadora que me atendió se arrodillaría ante un amigo de su pareja, o si el correo entero rumoreaba que un loco ventila intimidades en el servicio telefónico. Sentí unas tremendas ganas de volver a hablar con una voz desconocida. Decir:

    — ¿Qué tal? ¿Puedo disponer de su atención por un momento? Quería contarle algo increíble.

 

 

Fernando Aíta nació en Bueno Aires en 1975. Está vivito y coleando.

 

a Tope 


 

 

Nombrar las partes

 

    "Ya vienen", dice un hombre de voz potente. "Quedáte tranquilo pibe que ya vienen". No puedo verlo, pero diría que está a mi derecha. De eso estoy seguro porque del lado izquierdo no oigo nada. Apenas, de hecho, si siento un líquido que se me desliza desde el oído hasta el cuello. Muy probablemente sea sangre; no me asombraría que me hubiera estallado el tímpano—aunque, pensándolo bien, tampoco podría jurar que el chorro empieza en el oído y no más arriba, en la cien o incluso en la frente. No siento la frente, si vamos al caso. Sólo me parece que la comprimen metales. Metálica se me ocurre también la voz de quien hace unos segundos me hizo volver en sí. Ahora me está hablando de nuevo, el hombre, pero las palabras no me llegan claras ni distintas, sino mezcladas en un miasma de rasgos sonoros que contiene otras voces, los sonidos de la avenida, la lluvia, la promesa de una sirena... Trato de aferrarme a la voz. Si me concentro puedo por momentos separarla de la amalgama, tirar mentalmente de ella y casi verla salir a la superficie como una soga que emerge tensa del agua. Y aunque sigo sin entender una palabra de lo que me está diciendo, su cascado sonido metálico, su cadencia familiar, me mantienen a flote.

    Pero entonces la soga se corta; es como si el tiempo entrara en circuito cerrado. Revivo las luces, el camión que derrapa entre la lluvia, los volantazos, los brazos tensos, el instintivo cierre de los ojos... Mis impresiones estallan en una tormenta de símiles y sinestesias. Una sirena punzante se suma a la escena mental. De nuevo la voz me trae al presente. "No aflojés, pibe, aguantá un cachito más". Creo distinguir que se acerca una segunda sirena, más débil que la primera, pero ululando a una frecuencia más alta. Al poco tiempo, imposible saber cuánto, alguien dice "atrás, por favor, atrás". No es la voz metálica de antes, sino la de un hombre más joven, que sin duda intenta poner orden entre las voces, los movimientos, los cuerpos de los demás. Ahora que la voz me ha sacado de la deriva, confirmo que sin duda se acerca una segunda sirena. Me propongo hablarle a la voz, decirle que estoy consciente, que estoy bien, que no me deje, pero apenas si articulo un levísimo gruñido. Además, la segunda sirena se ha vuelto más estridente para cuando lo consigo, de modo que ni siquiera el hombre oye el intento.

    —¿Cómo lo ves, Peretti?—dice una voz de mujer unos minutos después—.

    —Mal—responde un hombre que no es ni el joven ni el de la voz metálica—. Muy jodido. Va a haber que cortar el parante.

    La segunda sirena se extingue. El movimiento crece afuera. Varias personas discuten; sus voces se confunden, pero el tono es inconfundiblemente el de los que intentan resolver de manera verbal un conflicto de orden físico. Después de unos minutos, alguien se asoma hacia adentro por la ventanilla derecha e ilumina el interior del auto con una linterna. El haz de luz me toca el cuerpo, los brazos, las manos. Cuando me da en la cara, una mujer empieza hablar. "¿Me escuchás, flaco? Si me escuchás parpadeá dos veces". Hago lo que me indican. "Muy bien, mi amor, muy bien. Escucháme bien". Es extraño, parece una súplica más que una orden, como si ella supiera que los ruidos de afuera llegan me en patrones irregulares y que oírla me resulta dificilísimo. Noto también las luces amarillas y rojas que iluminan cada dos o tres segundos el interior del auto: balizas que giran, me digo, tratando de ordenar mis cabeza, pero la verdad es que estoy demasiado aturdido por el dolor como para conseguir una impresión nítida. Me hablan. "Escucháme bien, mi amor, parpadeá dos veces más si me seguís. Eso, así," continúa la mujer, que según me explica es tal y tal del equipo de bomberos y está ahí para ayudarme. La voz es grave, tensa, tersa; como para llorar de gratitud. "Ya te vamos a sacar, pero primero tenemos que cortar el parante del parabrisas. No te asustes cuando escuches la sierra. Va a estar todo bien". La mujer se descuelga de la ventanilla después de otra frase que no alcanzo a entender. Y sin embargo la siguiente, que no me está dirigida, me penetra con la limpieza de un estilete. "Traigan la sierra que se nos va".

    En medio del desorden, mientras afuera se agitan los hombres, un pensamiento empieza a rondar mi mente o lo que queda de ella. Un pensamiento que es más bien un interrogante. Ha sido un día que empezó como cualquier otro y terminó en catástrofe. Recuerdo haber pasado un semáforo en amarillo, clavando el pie en el acelerador, una acción que sin duda me llevó a encontrarme cien metros más adelante con el camión. La sensación vaga que me hizo acelerar, incluso la causa de la sensación, también las recuerdo. Una mezcla de pura adrenalina, elación y temor recorriendo hasta mis últimos capilares. Pero lo que no logro identificar es el momento en que la catástrofe se hizo necesaria. Pienso en una fábula. Mi madre solía contarme una fábula. La de los marineros que se aventuraban hacia el nuevo mundo, o, en realidad, desde el punto de vista de los marineros, hacia una suerte de incógnita, sin saber qué tan lejos encontrarían tierra. Los barcos partían de la costa al amanecer y después navegaban días y días y semanas. El mar encerraba imágenes de turbantes, banquetes, mujeres que ondulaban sus caderas; la vuelta en cambio no prometía nada. De manera que cuando la tierra no aparecía, los marineros se daban más días, diciéndose que siempre podían volver, dar la vuelta. Obviamente, sin embargo, había un punto indefinido en que el cansancio, las provisiones insuficientes, la esperanza exhausta, lo impedían. Y la tarea del capitán era determinar ese punto. Como todas las fábulas, ésta tenía una moraleja final—pero eso es lo de menos. Mientras se acercan los hombres, mientras empiezan a cortar y la estridencia de la sierra me sacude y abofetea, me pregunto si esta noche no respondió a un esquema similar; si yo habría podido eludir, en algún momento, la muerte que siento pegada a mis espaldas; más aún, si el capitán de mi mente cometió en algún momento un error y antes hubiera podido invertir las cosas, dar la vuelta que los marineros no daban, quizás en el semáforo, en la habitación, en el bar, en el aeropuerto... Acaso uno debe remontarse hasta el principio de los principios. No sé o no sé reconocerlo, ahora. Vuelvo a perder el conocimiento.

    Al recobrarlo la sierra ya no chilla y el parante ha desaparecido; pero aún varios cuerpos se mueven a mi alrededor. Da la impresión de que tuvieran que levantar el techo para sacarme. Y en efecto, esto lo confirmo cuando la sierra ataca de nuevo la chapa. Es cosa de un minuto o dos, pues el material parece ceder con suma sencillez, aunque tampoco estoy seguro de no haberme desvanecido en el medio de la operación. Un dedo de la mano izquierda en eso se me mueve solo y, como mi brazo está empapado en sangre, una gota salta y me alcanza el labio (en realidad, la serie de hechos es al revés, una gota de sangre me cae en el labio, y esto me hace notar que mi brazo, empapado, se está moviendo por sí solo).

    Los hombres, gracias al cielo, casi están adentro con sus manos expertas, sus voces macizas, sus instrumentos de salvación. Ahora mismo se interna uno de ellos, a los gritos, poniéndose de acuerdo con otros que reciben instrucciones afuera. Me pasa un instrumento rígido por el cuello. Me abre la camisa con un cortaplumas. Me ilumina velozmente. Después, dando más órdenes indescifrables, me solivianta con la ayuda de un tercero. La camilla está ahí, a un costado del auto, de manera que en un solo movimiento me depositan en ella como si mis huesos estuvieran llenos de aire. Alcanzo a ver que una de mis piernas —lo más extraño es que no podría decir cuál— se encuentra en una posición anatómicamente imposible. Eso es lo último que percibo por el momento. Aún sé que me tocan, me pinchan, me auscultan. Pero la sensación, sé también, es una prerrogativa de los vivos.

 

 

    El avión acaba de aterrizar; no tardarán en salir los pasajeros. En tierra los esperan sus familias, sus amigos, sus amantes. Y todos ellos, pese a que el hall está repleto, circulan continuamente mientras estudian carteles, consultan sus relojes o encienden cigarrillos en cadena. Nadie parece notarlo, tampoco importa demasiado, pero la multitud forma ondas como las de un líquido—y cada movimiento, con respecto a los demás, es coherente, ordenado. La espera aporta curso, ritmo. Un hombre abre y cierra su celular, otro mira un segundo su diario y al siguiente las puertas de llegadas, una chica se alisa la pollera con las palmas, dos nenes arman y desarman transformers; pero implícitamente, todos afirman lo mismo con sus cuerpos: estoy esperando, estoy harto de esperar. En seguida empiezan a abrirse la puertas corredizas. Y ante cada aparición, dos son los desenlaces posibles. Una o más personas salen derecho, medio boleadas por el vuelo, para perderse solas por el hall; o la epidermis de la multitud recibe una descarga eléctrica en uno de sus nervios—alguien acaba de identificar al que vuelve—y su estructura se deshace en un escalofrío de saludos y alaridos.

    —¡Hernán!, grito cuando me toca a mí.

    Hernán (kakis, remera negra, campera de cuero en la mano) empuja su carrito a toda velocidad hacia mí. Después de eludir a dos o tres personas, nos encontramos en un abrazo. Nos damos un beso, otro beso, uno en cada mejilla, nos abrazamos de nuevo. Hace dos años que no nos vemos. Tampoco fuimos nosotros los que tomamos la decisión de hacerlo ahora; fueron las circunstancias, como quien dice. Es lamentable. Los dos lo sabemos. Y sin embargo, los actos simples del encuentro, como mirarnos, tomar distancia, levantar las valijas, volver a dejarlas en el suelo, agarrarnos de los hombros, de la manos, de las partes móviles, pronunciar elogios—los actos que uno repite hasta el cansancio cuando se encuentra con alguien que quiere mucho le restan importancia al tiempo.

    Vamos hacia el estacionamiento.

    A los pocos minutos, mientras los músculos del día se distienden, las ruedas del Volvo, como dos carreteles, enrollan el perpetuo hilo gris de la autopista. Mi pie derecho se adhiere al acelerador y el auto se adhiere con la misma facilidad al asfalto, de manera que siento como una continuidad orgánica entre la presión que ejerzo sobre el pedal y la presión que las cubiertas ejercen sobre la autopista; al mismo tiempo, inversamente, las vibraciones más ínfimas se transmiten, a través de las llantas, los amortiguadores, las sandalias, desde la ruta hasta la planta de mi pie derecho. Mis piernas, me doy cuenta, están frescas por al aire acondicionado y cada movimiento —el saltito del pie derecho del acelerador al freno, la inquietud del izquierdo bajo el embrague— se recorta nítidamente contra la cortina del aire. Despego entonces los muslos del asiento, abriéndolos imperceptiblemente debajo de la pollera, como para absorber la atmósfera fría con cada uno de mis poros.

    Afuera, el último sol, cuyos rayos horizontales tocan solo los edificios y las crestas de los árboles altos, va desapareciendo detrás de la espinosa configuración de la ciudad. Momento de medias tintas. La tarde se hunde en un resplandor acuático que me hace sentir irremediablemente separada del cielo—porque, para mí, el cielo hace cuerpo con la realidad durante las horas de luz, pero reviste una dimensión enteramente propia cuando anochece. Aunque hasta hace un minuto veníamos hablando de esto y de lo otro, Hernán ahora está callado

    —Me gusta cómo manejas—dice de repente.

    Le daría un beso por el elogio. Me sonrío sin sacar la vista del asfalto y me sale una sonrisa medio torcida, de esas que tuercen la punta de la nariz de un modo que muchos consideran sexy. Pero Hernán no me ve, ni ve la sonrisa que le responde, porque apenas termina de hablar se abstrae mirando por la ventanilla. Ve los árboles que pasan a ciento cincuenta por hora, los autos que avanzan lentos por la derecha, los borrones de pasto de la banquina, algunas manchas de aceite; ve la vibración de la antena demasiado larga que corona un Taunus; ve las luces de posición de los conductores prudentes que las han encendido aunque no sea del todo necesario; ve finalmente el cuerpo de un insecto que hace pocos segundos se estrelló contra el espejo retrovisor y que todavía, a ciento cincuenta kilómetros por hora, no se ha despegado de su borde curvo: las alas le flamean como diminutos banderines transparentes. Mientras me paso la mano por el pelo y lo acomodo detrás de las orejas, me doy cuenta de que tendría que responderle, a este nene embobado. Le digo gracias. Sin embargo, ha habido una demora evidente en la respuesta y es como si Hernán hubiera perdido el hilo que hilvana nuestras réplicas. Igualmente noto que me mira.

    Me toca hacer una pregunta, ahora que tengo nuevamente la atención de Hernán, pero aguardo unos segundos. Un auto aletargado se interpone entre la autopista y nuestra velocidad promedio. Le hago luces. Dos toquecitos. El auto se corre hacia la derecha con bastante lentitud, aunque no a propósito, sino más bien a tono con el estilo general del conductor, un hombre mayor según identifico de reojo al pasarlo. Doy dos toquecitos de bocina, agradeciéndole la molestia. Adónde quieren llegar tan rápido, pienso que piensa el hombre; pero lo más probable es que no piense nada en particular.

    Le pido a Hernán que me relate lo que acaba de ver por la ventanilla: "los árboles que pasan a ciento cincuenta por hora, los autos que avanzan lentos por la derecha, los borrones de pasto de la banquina, algunas manchas de aceite, la vibración de la antena demasiado larga que corona un Taunus, las luces de posición de los conductores prudentes, que las han encendido aunque no sea del todo necesario, finalmente el cuerpo de un insecto que hace pocos segundos se estrelló contra el espejo retrovisor y todavía, a ciento ciencuenta kilómetros por hora, no se ha despegado de su borde curvo: las alas le flamean como diminutos banderines transparentes." Era eso, pienso, y edito la escena anterior con pleno conocimiento de causa.

    Con Hernán y mi hermano, Juan, su mejor amigo de adolescencia, solíamos jugar un juego que era como la versión opuesta del veo-veo. No se trataba de identificar un objeto separándolo de su contexto mediante preguntas relativas a su color, textura, o forma, sino de agotar entre todos cierta perspectiva visual, integrando nombres hasta que los objetos aparecían frente a nosotros en sus más ínfimos detalles. Le habíamos puesto, de nombre, nombrar las partes.

    —Nombrar las partes, Hernán.

    Hernán se ríe con la moderada risa de la memoria. Hace siglos que no juega, me dice; le respondo que obviamente tampoco voy por el mundo resucitando los pasatiempos de cuando tenía diecisiete años. Tácitamente los dos comprendemos que esto es un reencuentro en más de un sentido. Nos podemos permitir todo tipo de boludeces, o no, Hernán, a vos qué te parece.

    —¿Las partes de qué?

    —De lo que estabas mirando.

    —Te estaba mirando a vos.

    —Y, dale; describí mi ropa.

    —OK, dice Hernán, rumiando la respuesta. Tenés puestas unas sandalias de cuero azul, entresuela de cuero, suela de goma, plantillas probablemente de toalla, aunque no las veo, hebillas de latón plateadas; el pitotito de la hebilla se llama, ’perá, me parece que se llama, no, no tengo la menor idea; pero se encaja en los ojales de las correas, que tienen dos costuras paralelas en los bordes, hechas con hilo obviamente azul—aunque la verdad que podría haber sido blanco, ahora que lo pienso—, un hilo compuesto por hebras entrelazadas, que probablemente le deban su color a moléculas de algún tipo de tinte, digamos anilina o algo por el estilo.

    —Bien, un poco vago al final, pero bien. Seguí.   

    —No llevás medias, paso a la pollera.

    —Mmm, fijáte bien.

    —Ajá—dice, como quien dice el proverbial eureka—tobillera de plata en el tobillo derecho. Necesito mirar un poco más de cerca. Donde los eslabones se engarzan, el metal tiene como una depresión, y ya que estamos, en esos bachecitos es donde brilla más. Pero siguiendo, los eslabones son más bien elípticos, torneados como tubos, más o menos de un milímetro y medio. Calculo que habrá unos cincuenta. Y llegamos nuevamente a la hebilla, con su pitotito que no sé cómo se llama. A todo esto, tenés la piel de las piernas impecablemente lisita, Flo, como la de un delfín...

    —Dijimos nada más la ropa—. Aunque, la verdad, pienso, no me molestaría en lo más mínimo que siguiera describiéndome a mí. Se me ocurren miles de palabras elementales que Hernán podría usar si tuviera la paciencia suficiente como para ir encontrándolas y agrupándolas alrededor de mis piernas—tibia, rótula, tendón, pantorrilla, poros, lunar, pigmentación, melanina…—y después del resto de mi cuerpo. ¿Cuánto tiempo le llevaría? ¿Cuánto tiempo tendría que manejar por la autopista para que él pudiera terminar una descripción exhaustiva? ¿Días? ¿Semanas? No me sorprende darme cuenta de que lo único que quiero hacer ahora es seguir manejando con Hernán al lado—seguir operando los comandos elásticos, acelerando y desacelerando al ritmo del tránsito, repitiendo patrones de movimientos mientras él descubre patrones de palabras que me ciñen. Con todo, sé que en dos salidas más debo salir de la autopista y que una vez en el enredo de la ciudad, el juego, que ni siquiera empezó, va a terminar forzosamente. Así que decido ponerle punto final, apenas Hernán nombra la última parte que se le ocurre de mi pollera: "presilla".

    —Bien, le digo—. Hernán sonríe de nuevo, pero tampoco parece muy interesado en seguir jugando. ¿Será que después de empezar a describir mis piernas la ropa le resulta poco atractiva? Tranquila, nenita, tranqui. "Che, ¿te parece ir directamente a casa o vamos a tomar algo al río?" Otra referencia al pasado, me doy cuenta ni bien lo digo. A las tardes de la adolescencia, para ser exactos, en que pasábamos horas, como encandilados, mirando el agua, solos los tres, Hernán, Juan y yo, hasta que empezaron a aparecer las novias y los novios y todos se deshizo. Hernán se pone a pensarlo. Más vale que se apure porque si vamos tengo que salir antes de la autopista.

    Al final responde, como esperaba, que sigamos hasta el río. La salida no es la próxima sino la otra. Nos quedamos en silencio. El momento, extrañamente, se vuelve tirante, como si la nostalgia de hace un minuto sacara a relucir codos y rodillas—zarandeándonos, empujándonos—y nosotros dos nos pusiéramos a temblar igual que figurines de papel a punto de caerse uno sobre otro. Corremos el riesgo de ponernos sentimentales, me parece.

    En la salida, la autopista adquiere un peralte suave. Comenzamos a tomar la curva por la parte baja—después hay que dar una vuelta de más o menos ciento ochenta grados hasta quedar mirando hacia avenida Libertador. Mientras vamos doblando, mi cabeza se inclina hacia la izquierda, y mis manos pasan los cambios de quinta a tercera y después a punto muerto. El auto sigue por inercia. Después nos detenemos frente al semáforo en rojo. Me doy vuelta a mirar a Hernán. Hace unos veinte minutos que venimos andando, me doy cuenta, pero no cruzamos una mirada de más de un segundo desde que nos subimos al auto. Le sonrío. No se me tuerce la nariz; Hernán me devuelve la sonrisa. Dice, "que bueno verte, Flo"—cosa que, vergonzosamente, me eriza el vello de la nuca—y a continuación sitúa su mano encima de la mía sobre la palanca de cambios. Cuando el semáforo cambia a verde, ponemos primera juntos, pero enseguida Hernán levanta la mano.

    Hernán, corazón, faltan cuatro cambios, faltan todos los semáforos de acá hasta San Isidro—pero Hernán levanta la mano.

    Unos minutos más tarde, después de recorrer la avenida hasta el final, donde doblamos a la derecha y agarramos por una calle de tierra horadada de pozos tan hondos que parecen cráteres, nos encontramos sentados en la terraza de un bar al borde de los suburbios, con la oscuridad del río al frente y las últimas astillas del día deshaciéndose en el Este. La terraza da sobre un playa desolada. Alrededor huele a tierra, humedad, materia descompuesta, a toda basura que el río arrastra, pero la amalgama sensorial no es desagradable, sino intoxicantemente dulce. Un perfume vivo. Hernán me habla minuciosamente de su vuelo y de la ciudad vista desde el aire—un híbrido de damero y telaraña, una red de neuronas, un objeto fractal. Y mientras habla sus manos trazan figuras, flamean, se mueven como una abeja que baila.

    La culpa la tienen sus manos. El vaivén del río me adormece, la tarde termina de caer, el alcohol tuerce mis impresiones a tal punto que las nubes del fondo me recuerdan una caravana de camellos, pero de no ser por las manos nada sucedería fuera de lo habitual. Hernán se detiene un momento a pensar lo que va a decir a continuación: sus manos se apoyan sobre la mesa. Veo entonces que las mías, esquivando vasos y botellas, avanzan hasta entrelazarse con ellas. Hernán mira el animal blanco, mitad crustáceo mitad pájaro, que se ha formado entre las bebidas. Me da vuelta las palmas y apoya los pulgares en mis muñecas; después acaricia mis antebrazos sumisos. No me mira a la cara, pero estudia mis antebrazos como si hubiera en ellos un gesto cifrado.

    —¿Qué estamos haciendo, Flo?

    —Nada

    —¿Y por qué ahora?

    —¿Por qué no?

    Hernán sigue acariciándome los brazos al tiempo que una de sus piernas se acurruca entre las mías. Cada tanto me mira y me sonríe. Afirmando los codos en la mesa, estirando la espalda, me inclino entonces hacia adelante, mis labios imperceptiblemente abiertos, recién humedecidos. Hernán hace lo mismo, aunque con menos control, menos confianza, como si en vez de dominar el movimiento, se dejara caer. El primer beso es veloz—un vuelo de reconocimieto. Pero enseguida nuestras bocas se detienen sobre la del otro, morosas, dando vueltas, dilatándose—las lenguas por momentos lentas—dos caracoles—por momentos impúdicamente ágiles—dos armas blancas.

    —Vamos, dice uno de los nosotros.

    Hernán me pide las llaves y se sube al asiento del conductor. La corriente de adrenalina, dice, le da ganas de manejar. Una vez en el auto me acomodo contra su hombro y le apoyo una mano en la pierna. Noto durante unos minutos que, cuando Hernán presiona y suelta el acelerador, la tensión de los distintos músculos cambia. Después me doy cuenta de que él, todo él, está insólitamente tenso. "Tranquilo", le digo. "Soy yo".

    —Sí, ése es el problema—dice, dejando escapar una risa nerviosa.

    —Shhhhhhhhh...

    Le paso la mano por el pelo. La vuelo a poner sobre su muslo derecho. Después la deslizo hasta su entrepierna y lo acaricio suavecito. Hernán exhala y me dice que si le sigo haciendo eso vamos a chocar.

    —No digas pavadas. Tenés que doblar en la próxima. Mmm…

Siento su erección debajo de los pantalones. La recorro con el índice y el pulgar; la acaricio con toda la mano. Hernán dobla. Mis piernas, una vez más, se separan absorbiendo el frío el aire acondicionado. Y entonces su mano me toca arriba de la rodilla, aprieta, empieza a subir por el muslo, se desliza por debajo la pollera, me roza la bombacha (mmm…)… pero ahí tenemos que frenar frente a un semáforo. Nuestras manos saltan hacia atrás: cada a una vuelve al cuerpo del que es parte. Cruzan varios peatones, dos bicicletas, un chico en roller blades. Y en ese momento lo insólito de la situación nos golpea la cara. Hernán y yo nos miramos y nos agarra un ataque de risa. Pero el deseo sigue ahí. Ocupándonos. Aunque nuestras manos se queden quietas. Volvemos a hablar. Nos medimos con el habla. Cuánto hace, le pregunto, que me tiene ganas. Hernán se pone a hacer cuentas. De los trece a los treinta son diecisiete años, aunque a eso habría que restarle, en realidad, un par de años de confusión general, perversión polimorfa, etc., así que, en fin, él diría unos, sí, sin duda, catorce o quince años.

    Yo quiero creer, le digo, que más o menos desde la misma época. Después le cuento una de esas tonterías que nunca le conté a nadie, pero que tiene un significado de lo más preciso para mí. "Estabas en casa por primera vez. Habías venido a escuchar música con Juan, que por esas cosas te había plantado en el living. Te veo con los auriculares puestos, las piernas cruzadas sobre la mesa ratona, las manos tamborileando sobre la tapa de un disco. Cuando paso hacia la cocina, me mirás. Obviamente, los amigos de mi hermano, adolescentes, babosos, me miran; pero vos me tomás por sorpresa. No desviás la vista como los otros, sino que empezás a examinarme las piernas y subís lentamente hasta llegar a los ojos, como hace un rato me mirabas los brazos. En aquel momento me siento sexy, pero después me doy cuenta de que lo más sexy de todo es el modo en que me miran. Hola, soy Hernán, me decís en seguida sacándote los auriculares, poniéndote de pie y dándome un beso en un solo movimiento sincronizado. No tenés un miligramo de timidez en a voz. A los quince años, saludás a la hermana mayor de tu amigo—apenas un año mayor, OK—como si fuera un hermanito en pañales.

    "Después volvés a sentarte y te ponés los auriculares. Yo me quedo de pie. Quiero que me mires de nuevo, supongo, para hacer una salida honrosa con el mentón en alto. Incluso me cruzo los brazos por debajo de las tetas. Nada. En eso veo a mi hermano que se acerca por el pasillo; vos también lo ves y te volvés a sacar los auriculares. ¿Querés tomar algo?, te digo. Y vos te me quedás mirando como si te hubiera preguntado la raíz cuadrada de menos nueve. Me decís, o me preguntás, ¿coca? Coca, no hay problema. Voy a la cocina, lleno el vaso más grande de todos con coca cola y—después de volcar un poco en la mesada, limpiarlo con un trapo, repasar la base del vaso y llenarlo de nuevo hasta el borde—vuelvo al living como portando la antorcha olímpica. Pero ustedes ya no están. Ahí nomás hago fondo blanco de coca cola, y las burbujas me hacen picar la nariz y los ojos. Me da un escalofrío en la columna vertebral, también. Después me encierro en mi cuarto, pongo un disco de Nick Cave..." "¿Cuál?" "…creo que The Good Son, sí, The Good Son… Y me masturbo hasta el final por primera vez en la vida. No, sí, ahora que lo pienso, estoy segura de que era The Good Son, porque me acuerdo que cuando terminé de acabar, completamente aturdida y maravillada ante el poder de mi mano, sonaba ‘Christina the Astonishing’".

    —Guau, Flo, no sé qué decir. Me siento como halagado.

    —Y lo bien que hacés…A ver, dame un beso. Y doblá acá.

    —¿No falta?

    —No para el hotel.

    Pero del hotel, de lo que pasa en el hotel, no voy a hablar—o no mucho. Alcanza con decir que Hernán despliega un cuerpo elástico y hermoso, y que el mío se le adhiere como una tela húmeda. El sexo ocurre con una intensidad que pasa en un instante de dulce a incendiaria. Quince años es mucho tiempo. La segunda vez, menos eufórica, más calculada, nos hace secretear. Nombrar las partes. Recorrernos con nombres. Físicamente, también, nos estudiamos; nos damos vuelta hacia un lado y el otro; nos agotamos. Al terminar me doy cuenta de que hay un espejo en el techo. Hernán se ha dejado caer hacia un costado y, en el espejo, descansa a mi derecha con una pierna subida a la mía. Tiene una mano apoyada en mi cadera. Le digo que mire hacia arriba. La tristeza no llega sino hasta mucho después, cuando tenemos que irnos y volver a nuestros roles precisos. Afuera cae una de esas lluvias intermitentes de otoño. Hernán se sube nuevamente al asiento del conductor. Todavía siente la adrenalina que lo recorre, dice con una sonrisa forzada. Agrega que tiene mucho que pensar. Cuando llegamos a casa, quiere manejar un rato más para aclararse la mente. Que le dé una hora o dos. Que no me enoje. No, no me enojo. Yo también tengo una tromba de ideas en la cabeza.

    —¿Te espero para cenar?

    —Sí, sí. Es un rato. Dame un beso.

    —No, corazón, acá no.

    —Sí, no, tenés razón. ¿A las nueve?

    —Dale

    Pero las nueve pasan de largo mientras fumo sola. A las nueve y media suena el teléfono. Me dirijo hacia el inalámbrico del living con mi cigarrillo y un cenicero. Un hombre de voz potente pregunta por el familiar más cercano de Hernán Azurduy. Se me cae el cenicero de las manos.

 

    Hace dos años—día más, día menos—que no veo a Hernán. Tampoco diría que nuestro último encuentro fue de lo más ameno. Habíamos almorzado sin problemas en un restaurante del centro, pero durante la sobremesa aparecieron las diferencias. O mejor dicho, volvieron a aparecer, listas para que las retomáramos donde las habíamos dejado la vez anterior. Sólo que en aquel momento llegamos a un punto particularmente crítico. Hernán se levantó, agarró su saco y se lo puso diciendo que lo llamase cuando tuviera las cosas más claras. Después salió sin decir otra palabra. Con más claras, creí entones, quería decir más acordes con su visión del mundo; ahora no estoy tan seguro. Quizás existan criterios generales para evaluar las opiniones que todos sostenemos como por capricho y quizás incluso, de acuerdo con esos criterios, el equivocado fuera yo. Claro que entonces no lo sabía. Recuerdo que mientras me terminaba el café (me había quedado con la taza en la mano y la mano en el aire) observé bastante resentido cómo Hernán cruzaba la calle, sorteando los autos al trote, las palmas levantadas en señal de agradecimiento a los conductores que le daban paso. Él se quedaba en la ciudad dos noches más, pero no atiné a llamarlo ni él a mí. Desde entonces, insisto, no hemos vuelto a vernos, aunque sí me han llegado noticias suyas.

    No sabría decir bien por qué decidí llamarlo hace un par de semanas. El peso simbólico de los dos años. El hecho de que no me estoy haciendo más joven. La fragilidad emocional que me ataca estos días que mi matrimonio se deshace. Probablemente una combinación de todas estas cosas.

    Nuestra primera conversación, después de dos años de reserva, fue decididamente incómoda, uno de esos intercambios verbales que transmiten apenas dos o tres ideas repetidas hasta el cansancio. Al principio, de hecho, no hicimos más que dar vuelta las mismas frases hacia un lado y hacia el otro como guantes con los que no hubiéramos dudado en retarnos duelo; sólo con el peso de la insistencia la discusión se calmó, adquirió un tono más blando y admitió la entrada de palabras conciliatorias, pero el tono siguió bastante tenso. Cuando colgué me transpiraban las manos. Aunque al final habíamos quedado en llamarnos, una charla a los pocos días, ni que hablar un encuentro, me parecía a todas luces improbable. Lo cierto es que, contra todas mis expectativas, Hernán me llamó esa misma semana. Era sábado, a eso de las nueve. Yo todavía estaba en la cama, pensando en cómo iba a hacer para levantarme, ir hasta el baño, vestirme y desaparecer de casa antes de que mi mujer se despertara, cuando sonó el teléfono de mi mesa de luz. Se movieron las sábanas y ella se dio vuelta hacia mi lado, soplando como una foca que sale momentáneamente a la superficie. Atendí en un susurro.

    —¿Te desperté?, fue lo primero que me dijo Hernán.

    —No, no—siempre susurrando—¿Cómo estás?—. La foca me miraba con un ojo censurador (el otro enterrado en la almohada).—¿Me esperás que cambio de teléfono?—. Fui rápido hasta el living y levanté el inalámbrico.

    —No me digas que no. Te desperté.

    —No, a mí no, pero ayer salimos y...

    —Obvio, sí, perdón; estaban acostados.

    —Te digo que no hay ningún problema.

    Otra conversación como la anterior, pensé; pero al final resultó ser todo lo contrario. Hernán me contaba, en pocas palabras, que en dos semanas lo mandaban a una conferencia en Río y que podía tomarse unos días para saltar en un avión hasta Buenos Aires. Sus compromisos terminaban un miércoles al mediodía, de manera que, si a mí me quedaba bien, esa misma tarde él podía estar en Ezeiza. Yo estaba totalmente de acuerdo. Aunque...

    —Esperá, ¿estamos hablando del jueves veintidós?

    Me dijo que sí. Pensé un segundo. No, no había problema. Lo único era que yo ese día estaba en Santa Fé... una reunión... de donde volvía el viernes a la mañana. En fin, nos podíamos encontrar el viernes al mediodía y almorzar juntos. Ningún problema. Le invitaba un taxi desde el aeropuerto.

    —OK, viejo, no te preocupes, yo me arreglo.

Con eso, después de los saludos, colgamos.

    Hoy es el jueves veintidós, por la mañana. La reunión con los gerentes de ventas se prolonga indefinidamente. No vamos hacia ningún lado. La verdad, esta gente me recuerda a esos detectives que se la pasan tratando de embocar cartas en un sombrero. Obviamente, las cartas disparan para cualquier lado, de manera que si se arroja cierta cantidad al menos se terminará embocando una. Así vuelan a través de la mesa la recesión, el país parado, la falta de inversores extranjeros, la posibilidad de planes de financiación, etc. etc. Yo no hago más que pensar en Hernán y en lo que vamos a decirnos. Nos pediremos perdón, me pregunto. Probablemente no. Ya estamos demasiado grandes para eso. Quizás lo mejor sea tratar de que todo resulte natural. ¿Natural? En fin... sin sobresaltos. Padre e hijo, una relación llana, como la mía y la de mi padre, o algo así. Mmm... En fin... Tato, te estás poniendo viejo. A las doce, poco después de corroborar que no sólo la discusión es inconducente, sino además que estoy completamente en Babia, decido levantar la sesión. Propongo que nos juntemos nuevamente a las dos, para escuchar reportes, aunque aclaro que deberíamos terminar con todo a las seis, seis y media a más tardar. Al salir de la reunión le pido a una secretaria que por favor chequee los vuelos vespertinos. Hay uno a las siete y cincuenta, me contesta en pocos minutos. Bien, que cambio mi pasaje, por favor. Y si es tan amable, que me comunique con el gerente general.

    Me toma unos minutos librarme de la cena a la que estaba invitado. Después de considerar los caminos más variados de la excusa, opto por persuadir con la verdad, o con una aproximación a la verdad.

    —Mirá, Jorge, me encantaría quedarme… sabés que tenía planeado quedarme. Pero hoy llega mi hijo de afuera—. Jorge me dice que no sabía nada, que, por supuesto, la familia, las prioridades, la mar en bote… Se pone tan serio que me siente obligado a agregar algo. No sé por qué lo único que me sale es una filigrana de detalles falsos.—Iba a llegar mañana. Hubo una equivocación con el pasaje y llega hoy, me acaba de llamar mi mujer para avisarme—. Aunque a continuación, como por su propia fuerza, la verdad vuelve sola.—Hace dos años que no lo veo, es un asunto delicado.

    —No, obvio, cenamos otro, día, Tato.

    Los reportes son inclusos más vacuos que la reunión de la mañana. Pero a las seis terminamos. Sólo me queda pasar por el hotel e ir hasta el aeropuerto: dos taxis me llevan a un lugar y al otro, tan sincronizados como corredores de postas. Al final termino llegando temprano al hall de preembarques. Obviamente, los aeropuertos no están diseñados para el deambuleo de los pasajeros, sino para mover de un lado a otro la mayor cantidad de gente posible en el menor tiempo posible (sus tersas superficies son fábricas de ansiedad), de manera que doy vueltas sin saber qué hacer. Compro una revista que no voy a leer, miro mi celular, circulo sin rumbo como el resto de los que esperan un avión de ida o de vuelta; compruebo que todos nos movemos, de hecho, al ritmo de la espera. Como las lentas ondas de un líquido. Anuncian al fin la partida del vuelto con destino al aeropuerto de Jorge Newberry, Buenos Aires. Incidentalmente, me hace gracia—y es probable que a todos nos pase lo mismo—que siempre se diga el nombre del aeropuerto primero y el de la ciudad después, como si los aeropuertos fueran poles griegas o miniestados autónomos sin los cuales las ciudades aledañas no pudieran sostenerse. Pensándolo bien, quizás ése sea el caso.

    Ya en al avión, adormecido por el oxígeno presurizado que casi dilata el tiempo, me pregunto qué estará haciendo Hernán en Buenos Aires. Sé que no es de los que se dejan embargar por la nostalgia. No lo veo dando vueltas por la ciudad en busca de algún retazo de su biografía, aunque quizás esté visitando a algún amigo o amiga. Tampoco sé cuántos amigos le quedan a Hernán acá. En fin, lo más probable es que haya ido derecho a casa y esté leyendo un libro. Agotado, apoyo la cabeza en el respaldo. Cierro los ojos y me adormezco apenas un segundo, mientras la charla de dos cordobesas sentadas al otro lado del pasillo se entremezcla con el zumbido de fondo, con la última charla que tuve con Hernán, con las pocas líneas que intenté leer hace un momento en la revista Noticias; pero cuando los vuelvo a abrir Buenos Aires se extiende debajo de nosotros, los servos de las alas rechinan, flaps y alerones cambian de posición y el capitán nos insta a abrocharnos los cinturones y enderezar los asientos, nos agradece haber volado por Aerolíneas Argentinas, nos informa la temperatura (veinticinco grados) y nos desea una buena estadía en la capital: ahí nomás, enseguida, el avión está descendiendo, los autos se van agrandando, aparecen los detalles de las casas, se hacen visibles los arbustos, las rejas, las veredas, las señales, los peatones, el pasto que rodea el aeropuerto, las rayas amarillas de la pista y, finalmente, nos sacudimos contra el asfalto: estamos en tierra.

    Otro aeropuerto me rodea, pero no me detengo ni dos minutos. La adrenalina, la ansiedad, no sé cómo llamarlo, me lava la cara y me acelera el paso hasta la parada de taxis. Elijo un Peugeot 405 que maneja un muchacho joven; le digo la dirección. Salimos de Aeroparque en U. El chico va demasiado concentrado en el volante y en el casette con música de, creo, Miles Davis —en los semáforos tamborilea síncopa tras síncopa— como para intentar una conversación. Por suerte. Lo peor que me podría pasar en este momento sería tener que aguantar un taxista con opiniones. Entre la velocidad y la música, los veinte minutos del aeropuerto a casa pasan rapidísimo, y apenas me doy cuenta de que llegamos cuando el chico frena frente a casa.

    Pago y bajo con cierta lentitud. Saco las llaves del attaché. El taxi, entretanto, llega hasta a la esquina, donde tiene que frenar para darle paso a un demente que pasa a cien por hora. ¿A dónde quiere llegar tan rápido? Cuando el taxi arranca abro la reja (el chirrido me recuerda el de las alas del avión), y después, como siempre, entro a casa por el garaje. El auto de mi mujer no está. Tampoco parece haber nadie. Atravieso la cocina dejando las cosas —huele a comida fría— y voy automáticamente al living. No llego a entrar del todo. Me detengo. Observo. Hay una lámpara encendida. Hay un cenicero en el suelo. Mi mujer está sentada en un sillón, con la cabeza entre las manos, acurrucada como si tuviera frío. Recién cuando enciendo la luz levanta la cabeza; sus mejillas son un delta de rímel.

    —Flor, ¿qué pasa?— pregunto desde la puerta, sin moverme.

    Su cara se arruga como la de un recién nacido, un gesto privado, de puro dolor, que me hace sentir un intruso. Comprendo enseguida que mi presencia es irrelevante. Es más, cuando Florencia articula una frase después de tomar aire, comprendo que se está hablando a sí misma más que a mí. Pero la situación, de todas formas, me penetran con la limpieza de un estilete ni bien ella dice, casi gimiendo, "Hernán..."

 

 

Martín Schiffino nació en Buenos Aires en 1973. Vivo.

 

a Tope

 



Ñusleter 24hs